Sospecho
Sospecho
2 de Noviembre
Un Muerto
El fantasma de la Taberna
Paseos de Noviembre
Dos del Onceavo
Carta a Silverio
La Segunda Noche de Noviembre
Celebración Postrera
Anticonceptivos de ayer
La entrada
Un Bache Abismal
Indulto
Conjugaciones irregulares
Una Historia de Aluxes
Del Cabello y Otras Cosas
El Cepillo Mágico
Anticonceptivos de Ayer
Alejandra
La Herencia
Al Borde del Final
Introspección
Cómplices de un sueño
La Mancha
Cómplices de un Sueño
Una Voz
La Ciudad de las Máquinas
Calle de la Rosticería
Maremoto
Otra Mujer Alada
En Concierto
De mi Boda con mi Tía Adriana
Delirio de Luna Llena
El Testigo
Juegos Fatuos
Sexto sentido
Route de Saint Georges
Desnudo
Intangiblemente Silvia
Bajo la Luna que nos Visita
En Mis Palabras
El Cuento Imposible
Juegos Fatuos
martes, 17 de julio de 2007
Sospecho
Mi vida sin ti aparenta continuar como si nada. Tu cuerpo no está y nunca estuvo. Mas dicen que las apariencias engañan. El futuro que te incluía se ha ido. De mi mente no he logrado exiliarte, pero ahora, ya no albergo los mil posibles gestos tuyos sino el pasado: las, cada día menos, fotografías que de ti tengo memorizadas. Y si trato de imaginar tu cara se vuelve un polvo negro y se diluye en la oscuridad. Ya no habrá palabras frescas. No existirá más la intermitente constancia de tu llamada. Se fue la certeza de tu existencia lejana. Pero sospecho eres tú ese viento que irreverente ronda desde tu sepelio mi falda. La insondable caricia que roza mi espalda. Sospecho que eres tú ese etéreo deseo al que ya no puedo reclamar nada.
2 de Noviembre: El panteón de Kantunilkin
La maleza ha comenzado a devorar los sepulcros. Quienes reposan en campo santo saben que una vez que la hierba cubra las piedras, las raíces comenzarán a alimentarse de sus entrañas. Por eso los muertos gritan en las noches desesperados.
José siente hasta su cama los lamentos de Rosalba. A media noche se levanta ansioso. Con el machete en alto entra decidido al panteón y comienza su lucha contra la plaga. No hay esfuerzo que valga. Las constantes lluvias alimentan el deseo que la maleza tiene de acabar con la muerte y acallar los suspiros de las almas en pena. Aun así, José no se da por vencido. Entre el lodo busca con el machete las raíces que crecen aceleradas y corta a toda velocidad los tentáculos que tratan de apoderarse de Rosalba. Los aullidos comienzan a disminuir y de vez en cuando se escucha el grito de un cadáver desgarrado. Penetrado hasta los huesos. Luego, hay un largo silencio que rompe un machete tajando y el fuerte latir del pánico en el pecho de José.
La lluvia ha parado. Es la mañana del día de muertos. La gente cargada de ofrendas se aproxima buscando las tumbas de sus seres queridos. Pero no hay nada. Tan sólo un jardín húmedo cundido de hierba salvaje y en el centro, una sola lápida con una faca desgastada y el cadáver de José tirado sobre una inscripción que dice: Aquí descansa en paz Rosalba.
José siente hasta su cama los lamentos de Rosalba. A media noche se levanta ansioso. Con el machete en alto entra decidido al panteón y comienza su lucha contra la plaga. No hay esfuerzo que valga. Las constantes lluvias alimentan el deseo que la maleza tiene de acabar con la muerte y acallar los suspiros de las almas en pena. Aun así, José no se da por vencido. Entre el lodo busca con el machete las raíces que crecen aceleradas y corta a toda velocidad los tentáculos que tratan de apoderarse de Rosalba. Los aullidos comienzan a disminuir y de vez en cuando se escucha el grito de un cadáver desgarrado. Penetrado hasta los huesos. Luego, hay un largo silencio que rompe un machete tajando y el fuerte latir del pánico en el pecho de José.
La lluvia ha parado. Es la mañana del día de muertos. La gente cargada de ofrendas se aproxima buscando las tumbas de sus seres queridos. Pero no hay nada. Tan sólo un jardín húmedo cundido de hierba salvaje y en el centro, una sola lápida con una faca desgastada y el cadáver de José tirado sobre una inscripción que dice: Aquí descansa en paz Rosalba.
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Un Muerto
Un muerto perfora la muerte. Se hace presente en el caminar de un desconocido o en la voz de quien canta su canción. Un muerto aparece como nunca en sus ausencias de vivo: como un rayo incrustado en el cielo, enviando mensajes que no entendemos.
Su fantasma es gracioso, como debió serlo de niño. Y su alma finalmente desnuda, se confunde con la fragilidad del pájaro; con la nobleza de un perro.
Cuando alguien tiene la mirada perdida, y el corazón le da un vuelco, es que en un descuido del tiempo por una rendija vio escaparse un muerto.
Su fantasma es gracioso, como debió serlo de niño. Y su alma finalmente desnuda, se confunde con la fragilidad del pájaro; con la nobleza de un perro.
Cuando alguien tiene la mirada perdida, y el corazón le da un vuelco, es que en un descuido del tiempo por una rendija vio escaparse un muerto.
El fantasma de la taberna
En la calle de Todas Almas una vieja gorda, de grandes mejillas sonrojadas, ojos vivos y pestañas traviesas, tambalea su alegre cuerpo tarareando canciones antiguas. Es la cocinera de la taberna, con su mandil sucio y las canas recogidas formando un ocho en su nuca. Para vivir sola se ve muy contenta, dicen las malas lenguas. Y los chismosos comentan que una voz romántica visita sus noches. Ella mueve la cabeza de un lado al otro para negarlo y decir que la gente imagina cosas, pero siempre una traidora sonrisa la delata.
Dos cuartos del primer piso, vecinos al que habita ella, se rentan a un devaluado precio. Siempre están vacíos. No hay quien quiera dormir sobre las tumbas del antiguo panteón, sustituido por la taberna. Mucho menos convivir con los espectros que salen de los muros.
La vieja guardó muchos años bajo llave su tórrido secreto. Un fantasma de asentaderas frías, dormía todas las noches a su lado. Esperando que las regordetas manos de la hirviente cocinera cambiaran con sus caricias, la particular temperatura de esa parte de su etéreo cuerpo.
Dos cuartos del primer piso, vecinos al que habita ella, se rentan a un devaluado precio. Siempre están vacíos. No hay quien quiera dormir sobre las tumbas del antiguo panteón, sustituido por la taberna. Mucho menos convivir con los espectros que salen de los muros.
La vieja guardó muchos años bajo llave su tórrido secreto. Un fantasma de asentaderas frías, dormía todas las noches a su lado. Esperando que las regordetas manos de la hirviente cocinera cambiaran con sus caricias, la particular temperatura de esa parte de su etéreo cuerpo.
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Paseos de noviembre
Sigo siendo yo, el alma misma que en pandilla recorría calles tocando puertas, cantando y pidiendo dulces. La que escribió calaveras por el gusto de una tradición que nacía espontánea, libre. Soy quien disfrutaba un olor a chocolate, el muc bic pollo y el pan de muerto en la mesa; aquella que vio alguna vez, una ciudad lejana poblarse de calabazas; también la, que repartió caramelos a unas voces infantiles enmascaradas.
Es mía la figura triste y negra que arrastra los pies por el cementerio, con los ojos llenos de lágrimas. Contempla un sepulcro poblado de flores de cempasúchil y enciende velas a sus muertos.
Aun soy yo, quien desprovista de toda materia deambula al comenzar noviembre por los mismos sitios, que se han vuelto irreconocibles. Que llora cuando ve una cara familiar desamparada vistiendo un altar sobre mis restos. Añorando momentos nuestros, antiguos, ahí, en el supuesto lugar de mi descanso.
Soy aquella que comienza a asimilar la ausencia de lo terreno, disfrutando su intangibilidad, burlándose de aquellos que no la ven. Muevo las cosas de su sitio. Morbosa traspaso paredes. Observo intimidades de otros, cierro puertas y escucho gritos. Con silenciosa alegría, me río a carcajadas. No de ellos sino de mí misma, que no teniendo ya años, me comporto como un chiquillo.
Ahora pertenezco a una etapa magnánima. La aceptación de lo inmaterial. Lo intemporal. La Generación de las tumbas olvidadas. Esas que nadie visita. Convertidas más tarde en sepulcros mondos, para hacer sitio a nuevas hornadas de difuntos. Almas que no deambulan el Día de Muertos, porque los seres queridos, ya están fundidos aquí, con nosotros.
Es mía la figura triste y negra que arrastra los pies por el cementerio, con los ojos llenos de lágrimas. Contempla un sepulcro poblado de flores de cempasúchil y enciende velas a sus muertos.
Aun soy yo, quien desprovista de toda materia deambula al comenzar noviembre por los mismos sitios, que se han vuelto irreconocibles. Que llora cuando ve una cara familiar desamparada vistiendo un altar sobre mis restos. Añorando momentos nuestros, antiguos, ahí, en el supuesto lugar de mi descanso.
Soy aquella que comienza a asimilar la ausencia de lo terreno, disfrutando su intangibilidad, burlándose de aquellos que no la ven. Muevo las cosas de su sitio. Morbosa traspaso paredes. Observo intimidades de otros, cierro puertas y escucho gritos. Con silenciosa alegría, me río a carcajadas. No de ellos sino de mí misma, que no teniendo ya años, me comporto como un chiquillo.
Ahora pertenezco a una etapa magnánima. La aceptación de lo inmaterial. Lo intemporal. La Generación de las tumbas olvidadas. Esas que nadie visita. Convertidas más tarde en sepulcros mondos, para hacer sitio a nuevas hornadas de difuntos. Almas que no deambulan el Día de Muertos, porque los seres queridos, ya están fundidos aquí, con nosotros.
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Dos del onceavo
Su llanto la coloreó de pena, así como la luna sobre la flor de cempasúchil, pintaba el cementerio de naranja. Mi tiempo ahí terminaba. De no ser porque la vi, me habría regresado a dormir. Pero quise quedarme. Observarla. Supe que era una bruja por todas las ramas que llevaba, veladoras y demás artículos cuyo nombre desconozco, pero he visto donde leen las cartas. Tiró arena sobre la tumba. Encima unos caracoles. Algo leyó y lloraba. Las velas encendidas hicieron más calabaza la noche. Su llanto comenzó a molestarme. También el lugar tan solitario. Algunos gatos la acompañaban o tal vez se quejaban. Sentí que el ruido de sus lamentos levantaría a los muertos. Unas manos salieron de aquella lápida. Me froté los ojos incrédula. Tomaron sus delgados tobillos y la sumergieron dentro, borrando de mi vista su presencia. Ensordeciendo los lamentos, le quitaron la amarga vida.
En el panteón, sobre una tumba, una bruja trabajaba.
Sus habilidades: El amor y el llanto.
Trataba con ellos de revivir a su amado.
En el panteón, sobre una tumba, una bruja trabajaba.
Sus habilidades: El amor y el llanto.
Trataba con ellos de revivir a su amado.
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Carta a Silverio
Siempre creí que después de la muerte seguía el silencio.
Un silencio y una oscuridad interminables que me aterraban.
¿Miedo?
¿A qué si no hay nada?
Miedo a la soledad.
Pero cómo pude creer semejante cosa si sabemos que habemos muchos más muertos que vivos.
Esto es verdaderamente un hervidero de almas, Silverio.
No hay sitio donde esconderse.
Veo a todos simultáneamente.
Escucho a todos.
Siento a todos.
Estoy fundida con ellos.
Soy parte de ellos y ellos de mí.
No hay sentimiento, ni deseo, ni pensamiento que no se transmita de inmediato.
Por eso, Silverio, aprovecha los últimos días de soledad que te quedan.
Rompe esas imágenes que guardas con nostalgia de todos nosotros.
Pronto nos verás eternamente.
Háblate a ti mismo, saborea esa intimidad que te hace creer que eres único, diferente.
Atesora tus deseos secretos.
Lo que te apasiona y no nombras.
Lo que piensas de este y aquél y nadie sabe.
Esos son los tesoros de la vida.
Pronto.Muy pronto, te compartirás eternamente.
Un silencio y una oscuridad interminables que me aterraban.
¿Miedo?
¿A qué si no hay nada?
Miedo a la soledad.
Pero cómo pude creer semejante cosa si sabemos que habemos muchos más muertos que vivos.
Esto es verdaderamente un hervidero de almas, Silverio.
No hay sitio donde esconderse.
Veo a todos simultáneamente.
Escucho a todos.
Siento a todos.
Estoy fundida con ellos.
Soy parte de ellos y ellos de mí.
No hay sentimiento, ni deseo, ni pensamiento que no se transmita de inmediato.
Por eso, Silverio, aprovecha los últimos días de soledad que te quedan.
Rompe esas imágenes que guardas con nostalgia de todos nosotros.
Pronto nos verás eternamente.
Háblate a ti mismo, saborea esa intimidad que te hace creer que eres único, diferente.
Atesora tus deseos secretos.
Lo que te apasiona y no nombras.
Lo que piensas de este y aquél y nadie sabe.
Esos son los tesoros de la vida.
Pronto.Muy pronto, te compartirás eternamente.
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La segunda noche de noviembre
Descanso en la noche infinita. La que anega para siempre al día. Cuando la madrugada parece remota o perdida para siempre en un laberinto negro que anula su llegada, no se escuchan ya los ruidos que hace cuando se acerca. Es la noche de la paz eterna. La noche deslunada. Sin más que la mente encadenada a los recuerdos. Sin la esperanza de un rayo que ilumine o aclare las tinieblas. El miedo, también se ha ido, dejando en su lugar una soledad ansiada.
Sin embargo, las segundas noches de noviembre un llanto me despierta. Por instinto, abro los ojos. Aunque veo la nada, me atrae la necedad de sentir los lamentos de mis vivos. Oigo sus pasos cada vez más cerca, sus palabras. Alcanzo incluso a oler el perfume de las flores y me invade la tristeza. Lleno mi estancia de lágrimas: aguas afligidas en que lavo la congoja de mi propia muerte.
Sin embargo, las segundas noches de noviembre un llanto me despierta. Por instinto, abro los ojos. Aunque veo la nada, me atrae la necedad de sentir los lamentos de mis vivos. Oigo sus pasos cada vez más cerca, sus palabras. Alcanzo incluso a oler el perfume de las flores y me invade la tristeza. Lleno mi estancia de lágrimas: aguas afligidas en que lavo la congoja de mi propia muerte.
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Celebración postrera
Finalmente llegó. Acompañado de todos sus hermanos, sobrinos, primos y por su puesto madre e hijos. Hasta su dos veces ex -esposa y su ex -suegra.
Llevaba un traje oscuro y el pelo relamido hacia atrás. Aunque el bigote le quedó un poco raro, lucía muy bien; todos lo comentaron.
El padre pidió que nos levantáramos y comenzó la ceremonia. Mientras, la solemnidad reinaba como nunca en su presencia.
Ana la menor de sus ocho hermanos se levantó a leer la primera lectura. En la primera frase, encontró un “impío” que leyó “ímpio” causando inquietud entre la concurrencia. Casi al terminar, volvió a repetir “ímpios” y sus 5 hermanas instintivamente, corrigieron a coro “impío”. La solemnidad de la ceremonia, se vino abajo, las carcajadas rompieron el silencio. Después, ya nadie quiso leer. El sacerdote pidió que alguien dirigiera unas palabras a Fabricio pero el ambiente se percibió nuevamente fúnebre y todos bajaron la cabeza humildemente, recordando al muerto. Entonces se levantó Pepe y dijo: como nadie quiere hablar y yo tampoco sé qué decir, les cuento una anécdota de mi hermano. Un día mi papá le pidió que vendiera un refrigerador viejo que estaba en la casa, y todos los días, al regresar del trabajo, encontraba molesto que aún estaba ahí el refrigerador: Fabricio no lo había vendido. Total una tarde ya no lo vio. Una sonrisa se pintó en sus labios, ¡vaya, ya vendiste el refrigerador! le dijo. No papá, conocí a una señora que tiene diez hijos y la abandonó el marido. Como lo necesitaba se lo regalé”.
Así nos invadió el silencio. Ya nadie dijo nada. Concluyó el velorio, una vida, un todo...
Llevaba un traje oscuro y el pelo relamido hacia atrás. Aunque el bigote le quedó un poco raro, lucía muy bien; todos lo comentaron.
El padre pidió que nos levantáramos y comenzó la ceremonia. Mientras, la solemnidad reinaba como nunca en su presencia.
Ana la menor de sus ocho hermanos se levantó a leer la primera lectura. En la primera frase, encontró un “impío” que leyó “ímpio” causando inquietud entre la concurrencia. Casi al terminar, volvió a repetir “ímpios” y sus 5 hermanas instintivamente, corrigieron a coro “impío”. La solemnidad de la ceremonia, se vino abajo, las carcajadas rompieron el silencio. Después, ya nadie quiso leer. El sacerdote pidió que alguien dirigiera unas palabras a Fabricio pero el ambiente se percibió nuevamente fúnebre y todos bajaron la cabeza humildemente, recordando al muerto. Entonces se levantó Pepe y dijo: como nadie quiere hablar y yo tampoco sé qué decir, les cuento una anécdota de mi hermano. Un día mi papá le pidió que vendiera un refrigerador viejo que estaba en la casa, y todos los días, al regresar del trabajo, encontraba molesto que aún estaba ahí el refrigerador: Fabricio no lo había vendido. Total una tarde ya no lo vio. Una sonrisa se pintó en sus labios, ¡vaya, ya vendiste el refrigerador! le dijo. No papá, conocí a una señora que tiene diez hijos y la abandonó el marido. Como lo necesitaba se lo regalé”.
Así nos invadió el silencio. Ya nadie dijo nada. Concluyó el velorio, una vida, un todo...
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La Mancha
Imagina tu rostro en el espejo. Imagínalo blanco como un mármol. Imagina en el lado izquierdo, sobre la ceja, una mancha. Una mancha que en un principio debió ser del tamaño de una moneda y de un color verdoso. Con los años será azul y se irá obscureciendo hasta ser negra y grande. La mancha como cualquier otra cosa, tendrá algún sentido, un significado: ser inmortal. Y al imaginar la palabra “inmortal” tus labios, inventados en el espejo, sonríen. No vas a morir. Dedicarás tu vida al estudio, porque antes que nada querrás ser sabio. Trabajas durante algunos años, porque necesitas dinero, eso sí, pero sobre todo estará la ciencia. Te imaginas consejero de alguien importante, tal vez en algún palacio de gobierno. ¡Claro! sabrás la historia del mundo y no sólo eso, la habrás vivido. Así que pensándolo bien, no faltará quién te ofrezca todo con tal de que el mundo sepa que estás a su lado. Sí, sí, te imaginas como un jovenzuelo vivaz, llevando una vida de muchacho alegre sonriendo por las calles.
¡Pero momento! ¿A dónde estás llevando tu imaginación? Nadie te ha dicho que al ser inmortal serás eternamente joven. El que no mueras, no significa que no envejecerás. ¡No señor! A los treinta serás víctima de una melancolía que se irá acentuando a medida que pasa el tiempo. Las personas que te rodean, tan sólo durarán algunos años. ¿Para qué construir algo con ellas? ¿Para qué amarlas si sólo te traerán sufrimiento? La idea de la inmortalidad te irá volviendo egoísta. No tendrás amistad alguna, ni amor. A los setenta, comenzarás a sentirte débil, y en unos años más enfermo. Serás víctima de todo mal y no tendrán fin, porque a pesar su crudeza, te mantendrás vivo. Imagina la carga que serás para tus hijos, para tus nietos, y los nietos de tus nietos. Un lastre que perseguirá por todos los siglos a tu descendencia. Imagina el rencor que sientes por los jóvenes y la envidia que te provoca la muerte de los viejos.
Bueno, bueno, ya no imagines más.
Acércate al espejo y observa tu rostro lleno de vida. Ahí se asoma tu muerte. Respira aliviado. La mancha no existe. La soñaste en un viaje a Luggnagg; la leíste en un libro de Swift. Lo único que existe, si acaso, son algunas arrugas, algunas canas, o tal vez un brillo en los ojos y una sonrisa que te excluye definitivamente de la vida eterna.
¡Pero momento! ¿A dónde estás llevando tu imaginación? Nadie te ha dicho que al ser inmortal serás eternamente joven. El que no mueras, no significa que no envejecerás. ¡No señor! A los treinta serás víctima de una melancolía que se irá acentuando a medida que pasa el tiempo. Las personas que te rodean, tan sólo durarán algunos años. ¿Para qué construir algo con ellas? ¿Para qué amarlas si sólo te traerán sufrimiento? La idea de la inmortalidad te irá volviendo egoísta. No tendrás amistad alguna, ni amor. A los setenta, comenzarás a sentirte débil, y en unos años más enfermo. Serás víctima de todo mal y no tendrán fin, porque a pesar su crudeza, te mantendrás vivo. Imagina la carga que serás para tus hijos, para tus nietos, y los nietos de tus nietos. Un lastre que perseguirá por todos los siglos a tu descendencia. Imagina el rencor que sientes por los jóvenes y la envidia que te provoca la muerte de los viejos.
Bueno, bueno, ya no imagines más.
Acércate al espejo y observa tu rostro lleno de vida. Ahí se asoma tu muerte. Respira aliviado. La mancha no existe. La soñaste en un viaje a Luggnagg; la leíste en un libro de Swift. Lo único que existe, si acaso, son algunas arrugas, algunas canas, o tal vez un brillo en los ojos y una sonrisa que te excluye definitivamente de la vida eterna.
Cómplices de un sueño
Joel me había sido indiferente hasta esa noche. En sueños discutí con una mujer y le grite cosas horribles. La mujer escuchaba mis frases hirientes sin decir nada. Después con una mirada cínica se me acerco intentando abrazarme a toda costa. La bilis me hervía por dentro y la tome del cuello para sacudirla como a una muñeca de trapo. Entonces apareció Joel. Para aliviarme, me sostuvo en sus brazos. Yo rodeé su cuello con los míos y caprichosa escondí la cara , como si su pecho fuera el refugio que había perdido con la infancia. El, conmovido, me llevo cargada hasta que desperté. A partir de ese día, lo veía sentado en su escritorio y pocas veces cruzábamos un buenos días o buenas tardes, pero cuando coincidíamos en el elevador, lo recordaba como a aquel amante de mi vigilia, cuya ternura me desarmó. Seguramente él noto en mi mirada la devoción que se tiene por los inmortales, por ese profundo intento de perfección con el que lo inventé... Un día nos quedamos encerrados en el elevador y como ninguno se atrevía a articular palabra, para romper el hielo le conté mi sueño. El sonrío y se puso un poco nervioso pero tuve suerte de que la puerta se abriera en ese preciso instante, así no seguir hablando. Sin embargo, el sueno nos hizo cómplices. Y aún fuera de esas horas y de ese espacio, un sentimiento, blanco como la luz, ilumina nuestros días, con sus brillos borra las imperfecciones de nuestros propios paisajes.
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Una Voz
Aún te espero escribiendo. Una voz clandestina me crece dentro. Desde mis pies empezó a echar sus finas raíces. Le ha dado por dictarme día y noche cosas absurdas. Si no escribo se vuelve cada vez más gruesa en mis entrañas, se me inflama el vientre y mis pies también se hinchan. A veces, para desentumirse, extiende sus ramas por mis brazos, y estos se elevan hacia los lados, largos como el horizonte. Cuando finjo que no la escucho, se empeña en hablarme en secreto, y por las orejas me salen unos retoños verdes que tengo que estar podando. En realidad nada de esto me importa. Lo intolerable son las miradas que pasan. La gente que, sin detenerse, me observa, como a un bicho raro, porque escribo incansable en mi libreta con los pies en la tierra, tal cual me dejaste: plantado frente al lago de este hermoso parque.
La Ciudad de las Máquinas
Siempre fui una persona tranquila, amante de la naturaleza, hasta que conocí a los hombres vestidos de amarillo.
Viví en una cabaña a la orilla del mar. En una playa desierta, donde sólo se escuchaba el oleaje y la brisa despeinando palmeras. El bullicio más fuerte era el que causaba el viento enfurecido. Ruidos místicos, con espíritu.
No puedo explicarme ni como ni porqué, pero un mal día me di cuenta que ya no estaba ahí.
En ésta ciudad, no obscurece como en mi pueblo; a las seis de la tarde. No. Aun hay luz a las nueve y no consigo conciliar el sueño hasta pasada la media noche. A eso de las cinco de la mañana, comienzan a sonar las máquinas. Y digo “máquinas” excluyendo a los camiones de refrescos, que arman un verdadero escándalo cuando entregan a los restaurantes vecinos y el timbre del edificio, que chilla como si lo hubieran instalado en mis orejas. Las señoras que llevan a los niños al colegio y ladran desaforadas, los jóvenes que a la hora de la siesta retruenan sus motocicletas, y los que restauran todos estos viejos edificios, bajan de los camiones esas armazones tubulares, tirándolas de lo alto para que produzcan una estruendosa caída. Martillan y martillan para construirlas y ahí treparse para seguir martillando.
Voy a olvidarme de todos estos ruidos, para limitarme a los que más me aquejan. A los que me ponen los nervios de punta. A los que me provocan este deseo de salir por la ventana con una escopeta y acabar con todos ellos de una buena vez. Me refiero a los producidos por las máquinas de los hombres de amarillo. Los de mantenimiento de la ciudad.
Por la mañana, como a las cinco, la máquina que lava la calle, con el motor más escandaloso que jamás había yo escuchado, marcha poco a poco, como si quisiera quedarse para siempre bajo mi ventana. Cuando se va, un loco del piso de arriba, sale con sus calzoncillos rojos por la ventana aullando, "alle, alle, bravo, bravo”. Una vez opte por a gritos pedirle que se callara, pero lo alborote más. Además salieron otros vecinos a reclamar. La situación se volvió insoportable. En cuanto termina el loco, llega el camión de mantenimiento de la ciudad, con sus podadoras, sierras eléctricas y otra aun más ruidosa que echa aire, (aquí la utilizan en vez de una mágica y armónica escoba de varas) barriendo las hojas de los árboles.
Como extraño a los niños de silenciosas bicicletas cantando “agua, agua” y el silbato de los camotes. Al afilador de cuchillos con su armónica, al de los aplausos con el pan dulce. Los domingos la ley prohíbe hacer ruido. Yo trataba de disfrutar el silencio. Pero al sentir nuevamente la calma, el piar de los pájaros, el viento, me entraba una terrible depresión que alimentaba mi furia. Los lunes aborrecía con más fuerza el ruido, las máquinas y a los hombres de amarillo.
Varias noches tuve un sueño recurrente. Conocía al dueño del negocio donde se vendían las máquinas más ruidosas. Me invitó a su taller y ahí pude apreciar todos los artefactos juntos. Yo le compraba la más escandalosa, y seguía a los hombres de amarillo a sus casas, anotando la dirección de cada uno. Sus horas habituales de llegada y de partida. El vecino de los calzoncillos rojos, bajaba mientras probaba mi máquina y me descubría tan exaltado que se entusiasmaba y se me unía. Pedimos otra máquina, nos vestimos de rojo y nos dedicábamos a hacer ruido. La gente se asomaba por las ventanas gritando desquiciada. Entonces nos escondíamos, pero sin dejar de hacer ruido. Reíamos a carcajadas, nos revolcábamos en el suelo tosiendo con las manos en el estómago y lágrimas de contento por el insomnio de los otros.
Pero finalmente dan las 5 y me despierto exaltado por los ruidos de Ginebra. Me pregunto ¿qué demonios estoy haciendo aquí?, mañana mismo me regreso a la playa.
Viví en una cabaña a la orilla del mar. En una playa desierta, donde sólo se escuchaba el oleaje y la brisa despeinando palmeras. El bullicio más fuerte era el que causaba el viento enfurecido. Ruidos místicos, con espíritu.
No puedo explicarme ni como ni porqué, pero un mal día me di cuenta que ya no estaba ahí.
En ésta ciudad, no obscurece como en mi pueblo; a las seis de la tarde. No. Aun hay luz a las nueve y no consigo conciliar el sueño hasta pasada la media noche. A eso de las cinco de la mañana, comienzan a sonar las máquinas. Y digo “máquinas” excluyendo a los camiones de refrescos, que arman un verdadero escándalo cuando entregan a los restaurantes vecinos y el timbre del edificio, que chilla como si lo hubieran instalado en mis orejas. Las señoras que llevan a los niños al colegio y ladran desaforadas, los jóvenes que a la hora de la siesta retruenan sus motocicletas, y los que restauran todos estos viejos edificios, bajan de los camiones esas armazones tubulares, tirándolas de lo alto para que produzcan una estruendosa caída. Martillan y martillan para construirlas y ahí treparse para seguir martillando.
Voy a olvidarme de todos estos ruidos, para limitarme a los que más me aquejan. A los que me ponen los nervios de punta. A los que me provocan este deseo de salir por la ventana con una escopeta y acabar con todos ellos de una buena vez. Me refiero a los producidos por las máquinas de los hombres de amarillo. Los de mantenimiento de la ciudad.
Por la mañana, como a las cinco, la máquina que lava la calle, con el motor más escandaloso que jamás había yo escuchado, marcha poco a poco, como si quisiera quedarse para siempre bajo mi ventana. Cuando se va, un loco del piso de arriba, sale con sus calzoncillos rojos por la ventana aullando, "alle, alle, bravo, bravo”. Una vez opte por a gritos pedirle que se callara, pero lo alborote más. Además salieron otros vecinos a reclamar. La situación se volvió insoportable. En cuanto termina el loco, llega el camión de mantenimiento de la ciudad, con sus podadoras, sierras eléctricas y otra aun más ruidosa que echa aire, (aquí la utilizan en vez de una mágica y armónica escoba de varas) barriendo las hojas de los árboles.
Como extraño a los niños de silenciosas bicicletas cantando “agua, agua” y el silbato de los camotes. Al afilador de cuchillos con su armónica, al de los aplausos con el pan dulce. Los domingos la ley prohíbe hacer ruido. Yo trataba de disfrutar el silencio. Pero al sentir nuevamente la calma, el piar de los pájaros, el viento, me entraba una terrible depresión que alimentaba mi furia. Los lunes aborrecía con más fuerza el ruido, las máquinas y a los hombres de amarillo.
Varias noches tuve un sueño recurrente. Conocía al dueño del negocio donde se vendían las máquinas más ruidosas. Me invitó a su taller y ahí pude apreciar todos los artefactos juntos. Yo le compraba la más escandalosa, y seguía a los hombres de amarillo a sus casas, anotando la dirección de cada uno. Sus horas habituales de llegada y de partida. El vecino de los calzoncillos rojos, bajaba mientras probaba mi máquina y me descubría tan exaltado que se entusiasmaba y se me unía. Pedimos otra máquina, nos vestimos de rojo y nos dedicábamos a hacer ruido. La gente se asomaba por las ventanas gritando desquiciada. Entonces nos escondíamos, pero sin dejar de hacer ruido. Reíamos a carcajadas, nos revolcábamos en el suelo tosiendo con las manos en el estómago y lágrimas de contento por el insomnio de los otros.
Pero finalmente dan las 5 y me despierto exaltado por los ruidos de Ginebra. Me pregunto ¿qué demonios estoy haciendo aquí?, mañana mismo me regreso a la playa.
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Calle de la Rosticería
De nombres misteriosos llenos de anécdotas se desborda la calle de doble sentido. Termina en una curva para regresar forzosamente, a los que desearían continuar, al mismo lugar.
Es Junio, los peatones vestidos de verano pasan perteneciendo a los matices que la ensalzan. Así también actúan los escaparates, la plaza empedrada y la verdura del muro que sostiene a la ciudad vieja. Hoy por tercera vez la recorro, vestida de tirantes, con una bolsa de papel que envuelve un futuro estreno. Busco un café para descansar. Mis pies doloridos no soportan ya el cansancio frente al sol. Me llama la atención el letrero “Calle del Purgatorio”. Atrás era “Calle del Infierno”. En doscientos metros, esta misma calle cambia tres veces de nombre. Sigo caminando. No sé porqué, me detengo a mirar hacia el fondo de la estrecha avenida. Sin otro objetivo que el espacio mismo se fija ahí mi vista y comienza a desvanecerse en un tono azul. Se obscurece obligándome a sentar en unos escalones. El mareo me hace entrar en un gran túnel. Veo como retrocede el tiempo. El alumbrado público desaparece. Con él los cables y las antenas. Llegan los sombreros. La calle se transforma en un mercado de los años veinte que rápidamente se esfuma. Así, tantas cosas que en algunos casos no logro distinguir. Los edificios cambian en cámara rápida de tono y altura. Los árboles se hacen pequeños, se desplazan, aparecen, o de estar tirados regresan a su sitio y nuevamente decrecen. La gente desfila en retroceso. Las faldas de las mujeres son cada vez más largas. Los automóviles se convierten en carruajes. Veo también caballos. Atrás la Calle del Purgatorio se vuelve un cementerio que rodea a la Iglesia de la Madeleine. De pronto la velocidad disminuye considerablemente. Todo se va desarreglando, hasta quedar yermo. Hay cenizas en el aire. Miles de cadáveres achicharrados en el suelo, los edificios, los árboles, completamente chamuscados. Humo. Imposible respirar. El paisaje es negro. Un llanto inaudito me perfora los oídos. El olor se vuelve insoportable. En cámara lenta pasan las imágenes. Veo el gran fuego, todo luz, todo rojo. La gente corre en llamas, revuelca en la tierra sus cuerpos asados. Un calor infernal lleno de gritos es la ardiente escena. En un segundo, avanzo años por el túnel. Estoy nuevamente en el límite de la Calle del Purgatorio. Sentada en la escalera de la plaza que nos lleva a la ciudad vieja. Tomo unos minutos para recuperarme. Al frente está un café. “El Antídoto”. Los nombres distorsionan los ritmos del día luminoso. Cruzo y veo el letrero. “Calle de la Rosticería”. Siento un espasmo en el vientre. La imagen de los cuerpos retorcidos, quemados volvió a mi mente. Un viejo me ve extrañada, se acerca y contesta a lo que tal vez pregunte en silencio.
- En 1320 la guerra rabiaba. En el campo incendiaban los castillos y la ciudad no escapo del azote. Un terrible incendio que duro varios días asoló por completo esta calle. Todo fue aniquilado. Ni un palo quedo de pie. A ese incendio se debe ese nombre.
En la noche quise salir a distraerme un poco, quería olvidar aquellas imágenes de mi mente. Saque mi vestido nuevo de la bolsa. Tenía un fuerte olor a humo y estaba completamente tiznado.
Es Junio, los peatones vestidos de verano pasan perteneciendo a los matices que la ensalzan. Así también actúan los escaparates, la plaza empedrada y la verdura del muro que sostiene a la ciudad vieja. Hoy por tercera vez la recorro, vestida de tirantes, con una bolsa de papel que envuelve un futuro estreno. Busco un café para descansar. Mis pies doloridos no soportan ya el cansancio frente al sol. Me llama la atención el letrero “Calle del Purgatorio”. Atrás era “Calle del Infierno”. En doscientos metros, esta misma calle cambia tres veces de nombre. Sigo caminando. No sé porqué, me detengo a mirar hacia el fondo de la estrecha avenida. Sin otro objetivo que el espacio mismo se fija ahí mi vista y comienza a desvanecerse en un tono azul. Se obscurece obligándome a sentar en unos escalones. El mareo me hace entrar en un gran túnel. Veo como retrocede el tiempo. El alumbrado público desaparece. Con él los cables y las antenas. Llegan los sombreros. La calle se transforma en un mercado de los años veinte que rápidamente se esfuma. Así, tantas cosas que en algunos casos no logro distinguir. Los edificios cambian en cámara rápida de tono y altura. Los árboles se hacen pequeños, se desplazan, aparecen, o de estar tirados regresan a su sitio y nuevamente decrecen. La gente desfila en retroceso. Las faldas de las mujeres son cada vez más largas. Los automóviles se convierten en carruajes. Veo también caballos. Atrás la Calle del Purgatorio se vuelve un cementerio que rodea a la Iglesia de la Madeleine. De pronto la velocidad disminuye considerablemente. Todo se va desarreglando, hasta quedar yermo. Hay cenizas en el aire. Miles de cadáveres achicharrados en el suelo, los edificios, los árboles, completamente chamuscados. Humo. Imposible respirar. El paisaje es negro. Un llanto inaudito me perfora los oídos. El olor se vuelve insoportable. En cámara lenta pasan las imágenes. Veo el gran fuego, todo luz, todo rojo. La gente corre en llamas, revuelca en la tierra sus cuerpos asados. Un calor infernal lleno de gritos es la ardiente escena. En un segundo, avanzo años por el túnel. Estoy nuevamente en el límite de la Calle del Purgatorio. Sentada en la escalera de la plaza que nos lleva a la ciudad vieja. Tomo unos minutos para recuperarme. Al frente está un café. “El Antídoto”. Los nombres distorsionan los ritmos del día luminoso. Cruzo y veo el letrero. “Calle de la Rosticería”. Siento un espasmo en el vientre. La imagen de los cuerpos retorcidos, quemados volvió a mi mente. Un viejo me ve extrañada, se acerca y contesta a lo que tal vez pregunte en silencio.
- En 1320 la guerra rabiaba. En el campo incendiaban los castillos y la ciudad no escapo del azote. Un terrible incendio que duro varios días asoló por completo esta calle. Todo fue aniquilado. Ni un palo quedo de pie. A ese incendio se debe ese nombre.
En la noche quise salir a distraerme un poco, quería olvidar aquellas imágenes de mi mente. Saque mi vestido nuevo de la bolsa. Tenía un fuerte olor a humo y estaba completamente tiznado.
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Maremoto
La playa estaba limitada a los lados por grandes rocas. Entre ellas unos árboles caprichosos se empeñaban en obstruir el paso. Atrás un altísimo muro de Barragán separando el sitio de algo, que parecía el mundo.
Era como si estuviéramos tirados sobre un cajón de arena, las toallas de colores extendidas y la inmensidad del mar frente a nosotros, imponiendo su furia.
En tanto que aprovechaba el sol, vi aquella masa de agua que comenzaba a crecer. Los bañistas se esforzaban cada vez más por salir. Yo estaba muy cerca del concreto coloreado. Aquellos que se encontraban en la orilla, levantaban sus cosas y corrían en dirección a la pared. Las caras incrédulas ante la inmensa ola que comenzaba a cubrir el sol de los primeros metros.
A pesar de que la gente llena de pánico se agitaba apresurada, todo sucedió ante mis ojos tan lento que pude en el instante ubicar cada movimiento.
El agua iba muy alto y el volumen era tal, que parecía un techo corredizo de acero azul dispuesto a desplomarse. El miedo paralizó aun más las imágenes en mis ojos. La playa se volvió insignificante. Los seres que zarandeaban sus toallas de colores, huyendo de la sombra de aquel monstruo de agua, eran casi imperceptibles. Estábamos perdidos. No había manera de escalar el muro. Existía un aterrador silencio.
De pronto, sin saber cómo, una idea llegó a mi mente. Logré que todo aquello se esfumara. Se salvaron muchas vidas. Desperté.
Era como si estuviéramos tirados sobre un cajón de arena, las toallas de colores extendidas y la inmensidad del mar frente a nosotros, imponiendo su furia.
En tanto que aprovechaba el sol, vi aquella masa de agua que comenzaba a crecer. Los bañistas se esforzaban cada vez más por salir. Yo estaba muy cerca del concreto coloreado. Aquellos que se encontraban en la orilla, levantaban sus cosas y corrían en dirección a la pared. Las caras incrédulas ante la inmensa ola que comenzaba a cubrir el sol de los primeros metros.
A pesar de que la gente llena de pánico se agitaba apresurada, todo sucedió ante mis ojos tan lento que pude en el instante ubicar cada movimiento.
El agua iba muy alto y el volumen era tal, que parecía un techo corredizo de acero azul dispuesto a desplomarse. El miedo paralizó aun más las imágenes en mis ojos. La playa se volvió insignificante. Los seres que zarandeaban sus toallas de colores, huyendo de la sombra de aquel monstruo de agua, eran casi imperceptibles. Estábamos perdidos. No había manera de escalar el muro. Existía un aterrador silencio.
De pronto, sin saber cómo, una idea llegó a mi mente. Logré que todo aquello se esfumara. Se salvaron muchas vidas. Desperté.
Otra Mujer Alada
Cecilia siempre dice que todo lo arregla Dios. Unos cubanos amigos suyos, salieron ayer en una balsa de la isla. En unos días estarán entrando a litorales mexicanos. Va a ir por ellos. Yo pienso que es peligroso. Conseguirá que nos presten un barco, y un permiso para llegar hasta allá sin ser molestadas. No sé…
Después de escritas varias líneas, sólo he creado un absurdo personaje, que no tiene sentido alguno, ni futuro, ni pasado. Es una dama vestida de blanco con grandes alas. La cara no he logrado imaginarla. La veo bailar muy lento, muy suave, ahí donde el mar roza la arena. Sus pies flotan. No se mojan. Más que bailar se desliza. Las palmeras están tranquilas. Sin aire en la playa. Aun así a ella le ondea el pelo tan largo y castaño. También la gasa blanca que la cubre, que no es tela sino humo, o espuma o nubes.
Con la obsesión de la singular figura, no he podido dormir. Soy presa de un intranquilo ensueño. Siempre la misma escena que no avanza, pero es azul, es blanca y no quiero olvidarla porque sé que trae consigo una historia que contarme.
Decido levantarme de la cama y tomar una pluma con la esperanza de continuar la historia. Escribo en la obscuridad, para no regresar con la luz, a otras almas de sus paseos nocturnos. El personaje ya no está solo, son ahora tres o cuatro diferentes, pero siempre aladas, vestidas de nubes. Tomadas de la mano se deslizan formando una línea, como ninfas cantando una redondilla sobre el mar.
Desde hace varios días tengo una comezón molesta. Sobre todo porque no logro calmarla. Imposible rascarme. Por momentos la olvido e incluso mientras duermo no la siento. Pero cuando espero algo o me viene la impaciencia, comienzo a alzar los hombros tratando de que el roce de la blusa, me alivie ese molesto síntoma. Cuando nadie me mira, me pego en algún borde frotándome. Después me alivio un poco, lo soporto, lo olvido. En el tráfico vuelve a aparecer. Me restriego contra el respaldo del asiento y si la fila no avanza siento la necesidad de bajarme del coche. Correr desesperada.
Sentada frente a la mesa del mantel verde, embebida en los secretos de un exuberante balcón, oigo lejana a Alicia leyendo un escrito. Perdida con la singular armonía olvido todo y no vuelvo en mí hasta escuchar la palabra “alas”. Alicia relata la historia de una mujer alada, síntomas, temores, creencias. Escucho atenta la reveladora historia imaginando a la protagonista como aquella de mis sueños. Como si la niebla empezara a transparentarse, surge con la luz su rostro blanco de ojos azules. El cabello se transforma en rubio. Es el rostro de Alicia, que no aclarándome en nada el sentido de mi personaje, lo hace polifacético.
Me asomo al espejo, pero mi vista no logra ver mi espalda. Es necesario traer otro y mirar en él mi reflejo en el otro. La preocupación invade mi cabeza. Espantada me observo. Los omoplatos están realmente hinchados y la comezón se transforma en un dolor que sólo siento al contacto. Me vuelvo a meter en la cama. Este día será de reposo. Odio los doctores y tengo la esperanza de que no sea necesario, mas la idea de los tumores cancerígenos da vueltas en mi mente.
Otra vez no pude dormir. No sé si es por los tumores o porque esta vez parece que lo de Cecilia va en serio. Ya tiene el barco. Si no sucede nada, en un par de días zarpamos.
Pasados dos días, el síntoma continúa. Llamo al doctor quien después de analizarme dice que será necesario abrir lo antes posible para dar un diagnostico. Es necesario acudir a su consultorio mañana para aclarar las dudas que desde hace días me están atormentando.
Tendida en una plancha de aluminio yace mi cuerpo dormido. El doctor con sus guantes de cirujano está haciendo una pequeñísima hendidura para analizar el contenido de aquel abultamiento.
A bordo de la embarcación Veinte partimos al auxilio de los cubanos. Cecilia tiene un permiso de Capitanía de Puerto para navegar, con el pretexto de celebrar el cumpleaños de Alicia. En el camino comento el problema de mi espalda. Descubro que la afección no es sólo mía. Todas las tripulantes hemos sufrido el hormigueo, después el dolorcito, y ahora nos comienza a salir una especie de cartílago emplumado. Por un momento pienso que es una alucinación que se debe a la obsesión que me ha causado aquel personaje, pero no despierto. Dejamos aquella preocupación de nuestras espaldas cuando vimos de lejos a los náufragos. Nos atrapó una tormenta más fuerte que cualquiera que ha llegado al Caribe. Aunque es de día, está todo cubierto de bruma. Tratamos de enfilarnos hacia los náufragos pero una ola muy grande nos vuelca. Algunas no nadan bien, sin embargo, comenzamos a flotar. Sin darnos cuenta unas alas se desdoblan de nuestra espalda. Somos ángeles, deslizándonos en el agua con el cuerpo cubierto de nubes, en un mar que se une al cielo. Solo tomadas de la mano, podemos acercarnos a los náufragos que nos ven incrédulos, como si nos hubiera enviado Dios mismo. Se sostienen de nuestros tobillos y los arrastramos hasta una isla. Puede ser Contoy. También ahí llega nuestro barco. Y el tiempo es tan triste que la isla se encuentra desierta. Nadie nos ve llegar. Para cuando sale el sol, la embarcación está lista para navegar.
Mi personaje alado no es más que una mujer. Es Alicia, es Cecilia, soy yo o cualquier otra, que en algún momento inesperado, comienza a sentir una comezón en la espalda.
Después de escritas varias líneas, sólo he creado un absurdo personaje, que no tiene sentido alguno, ni futuro, ni pasado. Es una dama vestida de blanco con grandes alas. La cara no he logrado imaginarla. La veo bailar muy lento, muy suave, ahí donde el mar roza la arena. Sus pies flotan. No se mojan. Más que bailar se desliza. Las palmeras están tranquilas. Sin aire en la playa. Aun así a ella le ondea el pelo tan largo y castaño. También la gasa blanca que la cubre, que no es tela sino humo, o espuma o nubes.
Con la obsesión de la singular figura, no he podido dormir. Soy presa de un intranquilo ensueño. Siempre la misma escena que no avanza, pero es azul, es blanca y no quiero olvidarla porque sé que trae consigo una historia que contarme.
Decido levantarme de la cama y tomar una pluma con la esperanza de continuar la historia. Escribo en la obscuridad, para no regresar con la luz, a otras almas de sus paseos nocturnos. El personaje ya no está solo, son ahora tres o cuatro diferentes, pero siempre aladas, vestidas de nubes. Tomadas de la mano se deslizan formando una línea, como ninfas cantando una redondilla sobre el mar.
Desde hace varios días tengo una comezón molesta. Sobre todo porque no logro calmarla. Imposible rascarme. Por momentos la olvido e incluso mientras duermo no la siento. Pero cuando espero algo o me viene la impaciencia, comienzo a alzar los hombros tratando de que el roce de la blusa, me alivie ese molesto síntoma. Cuando nadie me mira, me pego en algún borde frotándome. Después me alivio un poco, lo soporto, lo olvido. En el tráfico vuelve a aparecer. Me restriego contra el respaldo del asiento y si la fila no avanza siento la necesidad de bajarme del coche. Correr desesperada.
Sentada frente a la mesa del mantel verde, embebida en los secretos de un exuberante balcón, oigo lejana a Alicia leyendo un escrito. Perdida con la singular armonía olvido todo y no vuelvo en mí hasta escuchar la palabra “alas”. Alicia relata la historia de una mujer alada, síntomas, temores, creencias. Escucho atenta la reveladora historia imaginando a la protagonista como aquella de mis sueños. Como si la niebla empezara a transparentarse, surge con la luz su rostro blanco de ojos azules. El cabello se transforma en rubio. Es el rostro de Alicia, que no aclarándome en nada el sentido de mi personaje, lo hace polifacético.
Me asomo al espejo, pero mi vista no logra ver mi espalda. Es necesario traer otro y mirar en él mi reflejo en el otro. La preocupación invade mi cabeza. Espantada me observo. Los omoplatos están realmente hinchados y la comezón se transforma en un dolor que sólo siento al contacto. Me vuelvo a meter en la cama. Este día será de reposo. Odio los doctores y tengo la esperanza de que no sea necesario, mas la idea de los tumores cancerígenos da vueltas en mi mente.
Otra vez no pude dormir. No sé si es por los tumores o porque esta vez parece que lo de Cecilia va en serio. Ya tiene el barco. Si no sucede nada, en un par de días zarpamos.
Pasados dos días, el síntoma continúa. Llamo al doctor quien después de analizarme dice que será necesario abrir lo antes posible para dar un diagnostico. Es necesario acudir a su consultorio mañana para aclarar las dudas que desde hace días me están atormentando.
Tendida en una plancha de aluminio yace mi cuerpo dormido. El doctor con sus guantes de cirujano está haciendo una pequeñísima hendidura para analizar el contenido de aquel abultamiento.
A bordo de la embarcación Veinte partimos al auxilio de los cubanos. Cecilia tiene un permiso de Capitanía de Puerto para navegar, con el pretexto de celebrar el cumpleaños de Alicia. En el camino comento el problema de mi espalda. Descubro que la afección no es sólo mía. Todas las tripulantes hemos sufrido el hormigueo, después el dolorcito, y ahora nos comienza a salir una especie de cartílago emplumado. Por un momento pienso que es una alucinación que se debe a la obsesión que me ha causado aquel personaje, pero no despierto. Dejamos aquella preocupación de nuestras espaldas cuando vimos de lejos a los náufragos. Nos atrapó una tormenta más fuerte que cualquiera que ha llegado al Caribe. Aunque es de día, está todo cubierto de bruma. Tratamos de enfilarnos hacia los náufragos pero una ola muy grande nos vuelca. Algunas no nadan bien, sin embargo, comenzamos a flotar. Sin darnos cuenta unas alas se desdoblan de nuestra espalda. Somos ángeles, deslizándonos en el agua con el cuerpo cubierto de nubes, en un mar que se une al cielo. Solo tomadas de la mano, podemos acercarnos a los náufragos que nos ven incrédulos, como si nos hubiera enviado Dios mismo. Se sostienen de nuestros tobillos y los arrastramos hasta una isla. Puede ser Contoy. También ahí llega nuestro barco. Y el tiempo es tan triste que la isla se encuentra desierta. Nadie nos ve llegar. Para cuando sale el sol, la embarcación está lista para navegar.
Mi personaje alado no es más que una mujer. Es Alicia, es Cecilia, soy yo o cualquier otra, que en algún momento inesperado, comienza a sentir una comezón en la espalda.
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En Concierto
Con el grupo de MC llegó al hotel Alejandro Fernández. La mujeres corrían alborotadas de un lado al otro tratando de verlo, y bromeaban, contando de qué serían capaces si se les presentara la oportunidad. Dice Viana que bajó solo al bar a ver el football, y que a ningún otro se lo hubiera permitido, pero cuando este subió su patota a la mesa, hasta masaje le hubiera dado al “papacito”. Todas se quedaron a oírlo cantar, pero yo soy más aburrida: me fui a casa a dormir.
... estaba yo en el hotel trabajando y como que ya era tarde y él andaba por ahí solito. Nos encontramos y me preguntó algo que ya no sé ni que fue, pero en el peor de los casos se justifica, porque siendo él quién es, aunque no me guste, me puso nerviosa. Total, me dijo que no había cenado y como yo tampoco lo acompañé. Llegamos al comedor donde estaba toda mi familia en una larga mesa. Todos hicieron una pausa disimulando para mirar al que venía conmigo, después siguieron la plática. Mi abuela lo miraba encantada, festejándole cada gesto, cada comentario. En un momento que me distraje, el cantante sacó, no sé de dónde, un regalo de Cartier que me puso sobre la mesa. Todos me miraban al abrirlo fascinados. Pero ¡qué desilusión! ¡qué desperdicio haber comprando algo tan caro y de tan mal gusto! Aún así me sentí halagada. El tipo me empezaba a caer bien y mi madre se dio cuenta y me dijo que estaba bien que lo llevara una vez a cenar, pero que no me fuera yo a emocionar con un tipo como ese.
Desperté al día siguiente y regresé al hotel. Las que asistieron al concierto contaron emocionadas su experiencia. Alicia dijo que era una pena el estado en el que estaba. Tomó tequila tras tequila por dos horas y media mientras cantaba y ya venía drogado desde el principio. A su habitación lo llevaban casi arrastrando y con la mirada perdida. Yo recordé el comentario de mi madre y hasta sentí un hoyo en el estómago, porque en mi sueño, el tipo había empezado a caerme bien.
... estaba yo en el hotel trabajando y como que ya era tarde y él andaba por ahí solito. Nos encontramos y me preguntó algo que ya no sé ni que fue, pero en el peor de los casos se justifica, porque siendo él quién es, aunque no me guste, me puso nerviosa. Total, me dijo que no había cenado y como yo tampoco lo acompañé. Llegamos al comedor donde estaba toda mi familia en una larga mesa. Todos hicieron una pausa disimulando para mirar al que venía conmigo, después siguieron la plática. Mi abuela lo miraba encantada, festejándole cada gesto, cada comentario. En un momento que me distraje, el cantante sacó, no sé de dónde, un regalo de Cartier que me puso sobre la mesa. Todos me miraban al abrirlo fascinados. Pero ¡qué desilusión! ¡qué desperdicio haber comprando algo tan caro y de tan mal gusto! Aún así me sentí halagada. El tipo me empezaba a caer bien y mi madre se dio cuenta y me dijo que estaba bien que lo llevara una vez a cenar, pero que no me fuera yo a emocionar con un tipo como ese.
Desperté al día siguiente y regresé al hotel. Las que asistieron al concierto contaron emocionadas su experiencia. Alicia dijo que era una pena el estado en el que estaba. Tomó tequila tras tequila por dos horas y media mientras cantaba y ya venía drogado desde el principio. A su habitación lo llevaban casi arrastrando y con la mirada perdida. Yo recordé el comentario de mi madre y hasta sentí un hoyo en el estómago, porque en mi sueño, el tipo había empezado a caerme bien.
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De mi boda con mi Tía Adriana
No sé por que un buen día se me ocurrió que me casaría con mi tía Adriana. Mi madre, a quién le encanta organizar fiestas, rápidamente se encargó de organizarla. No cuestionó mucho el acto ya que después de todos mis amores y desamores, le producía una cierta tranquilidad el que finalmente eligiera entre sus hermanas a la más querida. Después se preocupo por el vestido y cosas de la recepción. Lo de la iglesia no lo vimos con tanto detalle, y no estoy segura, pero creo que nadie siquiera le avisó al padre. Llegó el día con tanta rapidez, que nos tomó por sorpresa. Para colmo de males me agarraron las prisas.
En el coche, empecé a imaginar mi nueva vida. ¿Qué sería del actual marido de mi tía? Yo de ninguna manera aceptaría vivir con él. Apenas en ese momento, caí en cuenta de cuán descabellada era mi idea. Además, recordé que no había invitado a mis amigos a la fiesta y me sentí apenada con mi madre, que había puesto tanto empeño en la organización. Podría llamarle de inmediato a Oscar, pedirle que asistiera, pero sería difícil localizarlo a esa hora. Además, ya me estaba arrepintiendo.
Finalmente llegamos. Tarde pero llegamos. En la Iglesia ya estaban algunos invitados. Al único que reconocí fue a Anuar que iba solo. ¡Qué pena! Primero tendría que explicarle que ya no estaba saliendo con el que era mi novio, y luego, cómo había surgido esta idea tan descabellada de casarme con mi tía. Mi madre se bajó apresurada y empezó a pedir disculpas a sus invitados. Contaba un cuento chino de que el padre había tenido un problema y a última hora no había querido autorizar el matrimonio. No sé cuántas cosas decía. Yo no quise escuchar. Opté por alejarme y traté de quitarme el adorno blanco que traía en la cabeza para que no me vieran vestida de novia y en la confusión, la gente pensara que celebrábamos otra cosa. Como el día de muertos.
Me tranquilicé cuando me di cuenta que a nadie en realidad le importaba el motivo de la reunión y pude escabullirme dejando a todos felices divirtiéndose. Casarme con mi tía Adriana habría sido la peor locura que habrían solapado mis padres. Aunque, en la vida real conozco casos de un surrealismo mucho más acentuado.
Finalmente me alegro de que sean las 5:00a.m. que todo esto haya sido un sueño, que desperté a escribir rápido para no perderlo. Aunque debo de confesar que el final era mucho mejor, pero en lo que escribí el principio se ha esfumado.
En el coche, empecé a imaginar mi nueva vida. ¿Qué sería del actual marido de mi tía? Yo de ninguna manera aceptaría vivir con él. Apenas en ese momento, caí en cuenta de cuán descabellada era mi idea. Además, recordé que no había invitado a mis amigos a la fiesta y me sentí apenada con mi madre, que había puesto tanto empeño en la organización. Podría llamarle de inmediato a Oscar, pedirle que asistiera, pero sería difícil localizarlo a esa hora. Además, ya me estaba arrepintiendo.
Finalmente llegamos. Tarde pero llegamos. En la Iglesia ya estaban algunos invitados. Al único que reconocí fue a Anuar que iba solo. ¡Qué pena! Primero tendría que explicarle que ya no estaba saliendo con el que era mi novio, y luego, cómo había surgido esta idea tan descabellada de casarme con mi tía. Mi madre se bajó apresurada y empezó a pedir disculpas a sus invitados. Contaba un cuento chino de que el padre había tenido un problema y a última hora no había querido autorizar el matrimonio. No sé cuántas cosas decía. Yo no quise escuchar. Opté por alejarme y traté de quitarme el adorno blanco que traía en la cabeza para que no me vieran vestida de novia y en la confusión, la gente pensara que celebrábamos otra cosa. Como el día de muertos.
Me tranquilicé cuando me di cuenta que a nadie en realidad le importaba el motivo de la reunión y pude escabullirme dejando a todos felices divirtiéndose. Casarme con mi tía Adriana habría sido la peor locura que habrían solapado mis padres. Aunque, en la vida real conozco casos de un surrealismo mucho más acentuado.
Finalmente me alegro de que sean las 5:00a.m. que todo esto haya sido un sueño, que desperté a escribir rápido para no perderlo. Aunque debo de confesar que el final era mucho mejor, pero en lo que escribí el principio se ha esfumado.
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Delirio de Luna Llena
Traté de darte un beso y aunque mis ganas aumentaron tras un frustrado intento no estuve dispuesto a sacrificar ni un minuto más. Me despedí y me fui, lamentando lo tarde que era y contando las horas de sueño que me quedaban. También tenía hambre, me quedé con ganas de probar la caja de chocolates que te había llevado. A mi llegada los colocaste sobre tu mesa de noche y no te acordarte más de ellos.
No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo, en el inmediato, suave intento que me hizo salir de ahí. Después sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave y no sentí cansancio alguno.
En tu terraza pude verte a través de la ventana y me detuve por largo rato, hipnotizado por el efecto de la luna llena que fue acariciando con su luz tu cuerpo tendido en la cama. Interno en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca que se deslizaba con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mi un irrefrenable deseo.
En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé de golpe el cristal de tu ventana y sorprendido tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada de eso me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume que enredas entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.
De pronto un barnizado selénico me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, porqué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.
No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo, en el inmediato, suave intento que me hizo salir de ahí. Después sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave y no sentí cansancio alguno.
En tu terraza pude verte a través de la ventana y me detuve por largo rato, hipnotizado por el efecto de la luna llena que fue acariciando con su luz tu cuerpo tendido en la cama. Interno en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca que se deslizaba con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mi un irrefrenable deseo.
En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé de golpe el cristal de tu ventana y sorprendido tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada de eso me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume que enredas entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.
De pronto un barnizado selénico me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, porqué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.
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Delirio de Luna Llena
Traté de darte un beso y aunque mis ganas aumentaron tras un frustrado intento no estuve dispuesto a sacrificar ni un minuto más. Me despedí y me fui, lamentando lo tarde que era y contando las horas de sueño que me quedaban. También tenía hambre, me quedé con ganas de probar la caja de chocolates que te había llevado. A mi llegada los colocaste sobre tu mesa de noche y no te acordarte más de ellos.
No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo, en el inmediato, suave intento que me hizo salir de ahí. Después sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave y no sentí cansancio alguno.
En tu terraza pude verte a través de la ventana y me detuve por largo rato, hipnotizado por el efecto de la luna llena que fue acariciando con su luz tu cuerpo tendido en la cama. Interno en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca que se deslizaba con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mi un irrefrenable deseo.
En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé de golpe el cristal de tu ventana y sorprendido tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada de eso me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume que enredas entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.
De pronto un barnizado selénico me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, porqué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.
No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo, en el inmediato, suave intento que me hizo salir de ahí. Después sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave y no sentí cansancio alguno.
En tu terraza pude verte a través de la ventana y me detuve por largo rato, hipnotizado por el efecto de la luna llena que fue acariciando con su luz tu cuerpo tendido en la cama. Interno en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca que se deslizaba con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mi un irrefrenable deseo.
En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé de golpe el cristal de tu ventana y sorprendido tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada de eso me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume que enredas entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.
De pronto un barnizado selénico me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, porqué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.
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El Testigo
La noche repleta de lluvia obliga al gato a permanecer en el pretil. Bajo la cornisa que cubre la ventana, en silencio, se asoma a través del cristal lamiéndose los bigotes. Espectador de un ritual incandescente, saborea el calor que despide el amor de dos siluetas revolcándose en la húmeda penumbra. Hombre y mujer: una fusión apasionada.
A ritmo desenfrenado ella es poseída. En el espasmo causado por el vértigo del deseo él gime con instinto animal. Converge su mirada con los felinos ojos que lo observan . En el vidrio se empalman; dos reflejos en una imagen. El gato desde afuera, abandona su materia y entra al cuerpo que cabalga. El jinete del amor también sufre la mudanza. Y la noche repleta de lluvia lo obliga a permanecer en el pretil donde en silencio, se asoma a través del cristal.
A ritmo desenfrenado ella es poseída. En el espasmo causado por el vértigo del deseo él gime con instinto animal. Converge su mirada con los felinos ojos que lo observan . En el vidrio se empalman; dos reflejos en una imagen. El gato desde afuera, abandona su materia y entra al cuerpo que cabalga. El jinete del amor también sufre la mudanza. Y la noche repleta de lluvia lo obliga a permanecer en el pretil donde en silencio, se asoma a través del cristal.
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La Entrada
Lo que imagino yo, lo que imaginas tú, está ahí dentro. Desde lejos he visto la inquietante entrada. A través de ella, un mundo fantástico conecta al nuestro. Aparecen magos de mágicos poderes, pájaros que bailan, hombres que vuelan, princesas que lloran y duermen, monstruos que se convierten en príncipes, otros que matan, elefantes que desaparecen, enanos, gigantes...
Desde niña me inquieta cruzar la frontera, eliminar la distancia que separa esa entrada de mi butaca: atravesar el telón, subir al escenario e internarme entre miles de historias maravillosas, pero no me atrevo. La siento lejana, inaccesible y así prefiero conservarla: una zona prohibida.
Sí, decido conformarme con el levísimo atisbo que me ofrece la función, porque dicen que el maravilloso encanto de aquel mundo, se disuelve cuando los mortales cruzamos su frontera.
Desde niña me inquieta cruzar la frontera, eliminar la distancia que separa esa entrada de mi butaca: atravesar el telón, subir al escenario e internarme entre miles de historias maravillosas, pero no me atrevo. La siento lejana, inaccesible y así prefiero conservarla: una zona prohibida.
Sí, decido conformarme con el levísimo atisbo que me ofrece la función, porque dicen que el maravilloso encanto de aquel mundo, se disuelve cuando los mortales cruzamos su frontera.
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Un Bache Abismal
Apareció una grieta en el pavimento mal reparado del Boulevard, después otra y otra y otra. Llegó la temporada de lluvias y lo fue aflojando. Los coches incansablemente pasaron y pasaron y pasaron. Los bordes de las grietas se desgastaron cada vez más y se fueron formando pequeños baches. El peso de los camiones y los autos los golpeaban sin pausa y fueron creciendo. Tratabas de esquivarlos, no siempre con suerte. De vez en cuando, caías y un chipote aparecía en el neumático o los rines se doblaban. Una mujer distraída te aboyó la carrocería por tu insistencia de esquivarlos. El Boulevard empezaba a adquirir un aspecto selénico y llegaste a pensar que resultaba imposible reparar aquellos agujeros, pues succionaban todo tragando los fondos municipales, la maquinaria pesada, los obreros y cuanto se acercara a la orilla.
Finalmente te alcanzó el día trece, del mes trece del año trece y te levantaste precisamente a las trece y trece con el pié erróneo.
Te llamó tu ex-mujer quién ofensiva e indirectamente te hizo recordar que no has llamado a tu madre, y te espetó, sin razón alguna, que no podrás ver a tu hijo este fin de semana ni el que sigue, ni el que sigue, ni el que sigue. Te llega un citatorio: la mujer que golpeó tu coche, levantó una demanda en tu contra. La casera irrumpe y te exige la renta. Tendrás que atravesar la ciudad, acudir al citatorio, hablar con tu abogado para que puedas ver al niño y hacer la cola de pago a proveedores en 5 hoteles con la esperanza de que salga algún cheque y te libre de otra pesadilla con la casera.
Te aventuras a entrar al Boulevard, ya intransitable, doblas los rines, ponchas las llantas y finalmente caes en un bache abismal, como un heroico astronauta al que succiona el vació.
Finalmente te alcanzó el día trece, del mes trece del año trece y te levantaste precisamente a las trece y trece con el pié erróneo.
Te llamó tu ex-mujer quién ofensiva e indirectamente te hizo recordar que no has llamado a tu madre, y te espetó, sin razón alguna, que no podrás ver a tu hijo este fin de semana ni el que sigue, ni el que sigue, ni el que sigue. Te llega un citatorio: la mujer que golpeó tu coche, levantó una demanda en tu contra. La casera irrumpe y te exige la renta. Tendrás que atravesar la ciudad, acudir al citatorio, hablar con tu abogado para que puedas ver al niño y hacer la cola de pago a proveedores en 5 hoteles con la esperanza de que salga algún cheque y te libre de otra pesadilla con la casera.
Te aventuras a entrar al Boulevard, ya intransitable, doblas los rines, ponchas las llantas y finalmente caes en un bache abismal, como un heroico astronauta al que succiona el vació.
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Un bache abismal
Indulto
Las paredes llenas de luz e inmaculadas. El piso deslumbrante. Los muebles limpios y los utensilios esterilizados. El roedor, oscuro como una imperdonable mancha, cruza de una esquina a otra. Trepa al sillón y sube a la charola. Acaricia con la cola el brillante acero, las tijeras, los ganchos, y en el pequeño espejo se detiene con una sonrisa sucia a observar su cara. Un hombre vestido de blanco se asoma. Con ansiosa mirada lo espía sobre el tapabocas. Los guantes se preparan al acecho. Una vez más el peludo se escapa. Será la última vez: está lista la trampa. El ratón regresa a comer la carnada, pero esta vez sus patas se quedan pegadas a una masa gelatinosa. El hombre de blanco toma la jeringa y sin vacilo, atina en el roedor hasta anestesiarlo. Saca apresurado una bolsa de plástico. Adentro quedará asfixiado. Los guantes se acercan a la cola. El pulgar y el índice dudan al tomarla. Piensa en el consultorio inmaculado. Imagina que llegará otro más gordo a vengarlo, y luego otro más sucio. La opción puede ser un gato. Definitivamente no. ¡Un gato nunca! Deja la bolsa. Le despega las patas y las enjagua, pero como es tan pequeño el agua lo baña por completo. Mojado le parece simpático. Con un aerosol, desinfecta todo. Aún dudoso, esboza una sonrisa mientras toma la pieza de mano. La máquina rechina insoportablemente, limpiando uno a uno los pequeñísimos dientes. Cuando despierte el roedor se sentirá acicalado. Si lo alimentan cada noche, no tendrá necesidad de salir del límpido cuarto. Durante el día, desde su escondite, escuchará amenazante el chillido del taladro, tortura de todo él que osa sentarse en aquel sillón tan alto.
Conjugaciones Irregulares
Antes, las niñas nos levantábamos para saludar a la Miss a coro cuando entraba al salón. Después guardábamos silencio y nos sentábamos. Para platicar en clase los papelitos eran muy usados, nosotras teníamos el chismógrafo: un cuaderno dónde simulábamos tomar apuntes. El chismógrafo circulaba entre las amigas con comentarios escritos, dibujos, pegostes y todo lo que se nos ocurriera (la creatividad abunda cuando surgen los deseos de comunicarse en un lugar prohibido) . Tampoco se permitía comer en clase. Así que escondíamos los Cazares y los Miguelitos, con el mismo ingenio que un contrabandista, para pasar la frontera del patio al salón de clases y guardarlos bajo el pupitre. Durante la clase, nos ocultábamos de la Miss levantando la tapa sobre la que escribíamos, se hacía como si buscaras un libro para meter los dedos rojos por los colorantes del chile en la bolsita del manjar y llevarlo a la boca.
Un día, guardé entre mis libros una bolsita de Cazares con Miguelito. Metía la mano discretamente cada vez que la Miss se distraía y le daba una probadita. Entonces teníamos una Miss muy enojona y estricta, a la que considerábamos “amargada” porque no se había casado ( ahora pienso que tendría unos 20 años). Verbos Irregulares. Escribió con su gis sobre el pizarrón verde. Tiempo presente del verbo ROER. ¡Uy! Eso sería larguísimo. La Miss pasaría un buen rato de espaldas así que más relajada comencé a saborear las crujientes frituras. Yo RO O, Tú RO ES, El RO E... El gato estaba tan entretenido, que los ratones nos relajamos. Incluso me atreví a invitarle a mi compañera. Pospretérito: Yo ROER IA, Tú ... ¡Patricia! – le dice repentinamente la Miss a mi compañera - ¿puedes seguir la conjugación?. Mi compañera y yo teníamos la boca llena. Imposible articular palabra, debimos habernos puesto más blancas que el papel, el verbo ROER, nos descubrió y fuimos a dar al rincón. Por suerte sólo faltaba la conjugación del verbo irregular AVERGONZAR, antes de salir al recreo. El verbo DEFENDER nos lo dejó de tarea con un recado de acusación que tenían que firmar los papás.
Por supuesto que nos recogió los Cazares y dijo que los tiraría a la basura, pero cuando regresamos del recreo , sus dedos rojos sosteniendo el blanquísimo gis, la delataron.
Un día, guardé entre mis libros una bolsita de Cazares con Miguelito. Metía la mano discretamente cada vez que la Miss se distraía y le daba una probadita. Entonces teníamos una Miss muy enojona y estricta, a la que considerábamos “amargada” porque no se había casado ( ahora pienso que tendría unos 20 años). Verbos Irregulares. Escribió con su gis sobre el pizarrón verde. Tiempo presente del verbo ROER. ¡Uy! Eso sería larguísimo. La Miss pasaría un buen rato de espaldas así que más relajada comencé a saborear las crujientes frituras. Yo RO O, Tú RO ES, El RO E... El gato estaba tan entretenido, que los ratones nos relajamos. Incluso me atreví a invitarle a mi compañera. Pospretérito: Yo ROER IA, Tú ... ¡Patricia! – le dice repentinamente la Miss a mi compañera - ¿puedes seguir la conjugación?. Mi compañera y yo teníamos la boca llena. Imposible articular palabra, debimos habernos puesto más blancas que el papel, el verbo ROER, nos descubrió y fuimos a dar al rincón. Por suerte sólo faltaba la conjugación del verbo irregular AVERGONZAR, antes de salir al recreo. El verbo DEFENDER nos lo dejó de tarea con un recado de acusación que tenían que firmar los papás.
Por supuesto que nos recogió los Cazares y dijo que los tiraría a la basura, pero cuando regresamos del recreo , sus dedos rojos sosteniendo el blanquísimo gis, la delataron.
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Una historia de Aluxes
En la casa antigua de Mérida, las esquinas de las paredes poco a poco se fueron desgastando. Al principio nadie lo notaba, pero la insistencia fue acentuando el defecto. Un buen día mi mamá alarmada se acercó a analizar las hendiduras con su curiosidad incrédula. Parece que alguien se las ha comido, comentó. Los dientitos del roedor se percibían en algunas partes. Pero ¿qué animal come yeso?, se preguntaba.
En las tardes de vacaciones en Progreso, o cuando las tías venían de visita, el tema sin excepción afloraba. Entonces yo las veía como se acercaban a las paredes mirando las esquinas deterioradas, y hacían conjeturas, especulaciones. No faltaba el que contaba anécdotas, como la de la abuela coja que para moverse se apoyaba en los muros y los había aboyado. Otros hasta llegaron a sugerir que la casa estaba embrujada. Que si eran los aluxes, o que si el perro se afilaría ahí los dientes. Pero esta última hipótesis quedó por completo descartada cuando mi madre empezó a considerarla y cayó en la cuenta de que en la casa nunca había habido un perro.
Después se agotó el tema. O mejor dicho surgieron otros. Las tías preferían dejar el misterio de las paredes a los aluxes, y abordar temas menos misteriosos como el de mi primo Gabriel que desapareció y regresó siendo la prima Gabriela y hasta se casó.
Mis dos hermanas mayores, mi hermano y mi mamá se quedaron con la misma idea que las tías sobre los aluxes. Yo, por miedo, no quise decir nada y mis dos hermanas menores , aún no hablaban, así que guardaron también el secreto.
Entonces el tema se quedó en el olvido. Los misterios cuando no tienen solución así se aceptan. O tal vez porque se vuelven parte de la cotidianeidad, dejan de ser misterios y se convierten en algo que es y punto. Incluso yo llegué a imaginar a los duendesillos, prendidos de aquellos bordes blancos refulgentes, con sus dientesitos desesperados, devorando ansiosos la cal de los muros y me parecían simpáticos. Para cuando nacieron las cuatro hermanas que restaban, ya ese asunto ni se tocaba. Para ellas las paredes habían sido así siempre. Si alguna vez llegaron a ver al roedor seguramente no les pareció raro.
Como siempre pasa; pasaron los años. Los niños fuimos creciendo, y poco a poco dejamos la antigua casona de Mérida. Las paredes desde esos tiempos ya no cambiaron. Su deterioro se vió pasmado. Seguramente los aluxes también me están dejando, reclamaba mi madre. Pero no se entristecía, dice que los niños nunca le han gustado. La verdad es que, aunque no quiera reconocerlo, los nietos la fueron llenando.
Un día mientras iba manejando, sensaciones antiguas invadieron mi nueva vida. Comencé a sentir esa ansia irresistible en las mandíbulas y esas ganas de tener entre mis dientes la cal rugosa y aplastarla. ¿Qué hago?... ¿qué hago?... pensé. Habría sido capaz de bajarme del auto y comerme a mordidas una barda. Pero a mi alrededor no había paredes como las de mi casa de Mérida. Tan blancas, tan suaves.
De pronto vi una papelería. Me detuve al instante. Compré diez cajas de gises blancos, y mientras en el coche los devoraba, marqué por el celular a Mérida ¿Qué crees mamá?, le dije a la abuela. Los aluxes regresaron.
En las tardes de vacaciones en Progreso, o cuando las tías venían de visita, el tema sin excepción afloraba. Entonces yo las veía como se acercaban a las paredes mirando las esquinas deterioradas, y hacían conjeturas, especulaciones. No faltaba el que contaba anécdotas, como la de la abuela coja que para moverse se apoyaba en los muros y los había aboyado. Otros hasta llegaron a sugerir que la casa estaba embrujada. Que si eran los aluxes, o que si el perro se afilaría ahí los dientes. Pero esta última hipótesis quedó por completo descartada cuando mi madre empezó a considerarla y cayó en la cuenta de que en la casa nunca había habido un perro.
Después se agotó el tema. O mejor dicho surgieron otros. Las tías preferían dejar el misterio de las paredes a los aluxes, y abordar temas menos misteriosos como el de mi primo Gabriel que desapareció y regresó siendo la prima Gabriela y hasta se casó.
Mis dos hermanas mayores, mi hermano y mi mamá se quedaron con la misma idea que las tías sobre los aluxes. Yo, por miedo, no quise decir nada y mis dos hermanas menores , aún no hablaban, así que guardaron también el secreto.
Entonces el tema se quedó en el olvido. Los misterios cuando no tienen solución así se aceptan. O tal vez porque se vuelven parte de la cotidianeidad, dejan de ser misterios y se convierten en algo que es y punto. Incluso yo llegué a imaginar a los duendesillos, prendidos de aquellos bordes blancos refulgentes, con sus dientesitos desesperados, devorando ansiosos la cal de los muros y me parecían simpáticos. Para cuando nacieron las cuatro hermanas que restaban, ya ese asunto ni se tocaba. Para ellas las paredes habían sido así siempre. Si alguna vez llegaron a ver al roedor seguramente no les pareció raro.
Como siempre pasa; pasaron los años. Los niños fuimos creciendo, y poco a poco dejamos la antigua casona de Mérida. Las paredes desde esos tiempos ya no cambiaron. Su deterioro se vió pasmado. Seguramente los aluxes también me están dejando, reclamaba mi madre. Pero no se entristecía, dice que los niños nunca le han gustado. La verdad es que, aunque no quiera reconocerlo, los nietos la fueron llenando.
Un día mientras iba manejando, sensaciones antiguas invadieron mi nueva vida. Comencé a sentir esa ansia irresistible en las mandíbulas y esas ganas de tener entre mis dientes la cal rugosa y aplastarla. ¿Qué hago?... ¿qué hago?... pensé. Habría sido capaz de bajarme del auto y comerme a mordidas una barda. Pero a mi alrededor no había paredes como las de mi casa de Mérida. Tan blancas, tan suaves.
De pronto vi una papelería. Me detuve al instante. Compré diez cajas de gises blancos, y mientras en el coche los devoraba, marqué por el celular a Mérida ¿Qué crees mamá?, le dije a la abuela. Los aluxes regresaron.
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Del Cabello y otras cosas
Regresando a las banalidades de la vida, única cosa que realmente vale la pena de nuestra existencia, discutíamos abiertamente del cabello. Erika se queja porque tiene mucho y rebelde, Laura porque tiene poco y no le crece parejo. ¿Cómo que no te crece parejo?. No! Me crece así como en capas, dijo. Y en efecto así es. Si Laura cree que el pelo no le crece parejo, el pelo no le va a crecer parejo. La casa de Laura, igual que la mía, la de Erika y todos los que vivimos aquí, está llena de hormigas: hormigas de todos tipos, grandes chiquitas obscuras y rubias. Las de la casa de Laura, en las noches, cuando duerme, le van comiendo las puntitas del pelo. Laura entre sueños piensa que es Alfredo que la acaricia, y Alfredo que duerme como una roca ni se entera. Como tiene el cabello rizado, ni se nota que está un poco disparejo.
Las hormigas de la casa de Laura son verdaderamente particulares, además de comerle el cabello, no duermen ya que han escuchado decir que el pelo de Laura es café y que el café quita el sueño.
Las hormigas de la casa de Laura son verdaderamente particulares, además de comerle el cabello, no duermen ya que han escuchado decir que el pelo de Laura es café y que el café quita el sueño.
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El Cepillo Mágico
Celosa, culpo a la globalización que patenta y comercializa , hasta la varita mágica del ada madrina. Mi madre, mi novio y mi mejor amiga tienen un cepillo como el mío. Nunca había yo visto a alguien con un cepillo como el mío. Un cepillo pequeño y angosto, de mango de madera y cerdas naturales que difícilmente se encuentra en los almacenes comunes. Ignoro de dónde habrán sacado cada uno su cepillo, pero puedo contarles la historia del mío.
Un día, cuando mi tía Susana aún era una niña, se rehusó a formarse entre sus seis hermanos a esperar su turno para que la peinaran. No soportaba más los jalones de pelo, ni le gustaba esa cola de caballo restirada con limón que le rasgaba los ojos. Así que decidió aprender a peinarse sola. Se pasaba un cepillo por encimita, se apretaba bien la liga asegurándola con un pasador y remataba con el tradicional moño azul marino que combinaba con su uniforme. Los ojos verdes se le veían más grandes, pero debió ser la precursora del rasta, pues desarrolló un mazacote de nudos que esponjaban su pelo como si fuera algodón.
Ya estaban pensando en raparla si no es por la Quecha, su tía, que con paciencia untó aceite y fue desenredando, (con un cepillo que aseguró era mágico y no daba jalones) uno a uno los mechones embrollados de la rebelde.
A partir de entonces, Susana no permitió que la peinarán más que con el cepillo mágico, cuyas cerdas habían sido traídas de no sé dónde.
Cuando yo era niña, mi tía Susana me peinaba siempre con su cepillo mágico para que no sintiera los jalones y me contaba la historia. Me encantaba su cepillo, y una Navidad, le pedí a Santa Claus un cepillo mágico de cerdas naturales como el de mi tía Susana. Después, cuando recibí el cepillo me di cuenta que Santa Claus no sabía nada de cepillos, pues aunque me trajo uno muy bonito, no era mágico. Debí haberlo imaginado. Se ve muy claro que Santa Claus nunca se ha pasado siquiera un peine.Así desde mi infancia, siempre buscaba en los almacenes un cepillo mágico, hasta que un día ya adolescente, durante un viaje por Europa, entré a conocer una tienda elegante y enorme, donde había un departamento entero de cepillos. Ahí encontré finalmente el cepillo mágico. Había de todos los tamaños, pero sólo me alcanzó para comprar uno pequeñito y angosto, con el mango de madera y cerdas naturales traídas de no sé dónde.
Un día, cuando mi tía Susana aún era una niña, se rehusó a formarse entre sus seis hermanos a esperar su turno para que la peinaran. No soportaba más los jalones de pelo, ni le gustaba esa cola de caballo restirada con limón que le rasgaba los ojos. Así que decidió aprender a peinarse sola. Se pasaba un cepillo por encimita, se apretaba bien la liga asegurándola con un pasador y remataba con el tradicional moño azul marino que combinaba con su uniforme. Los ojos verdes se le veían más grandes, pero debió ser la precursora del rasta, pues desarrolló un mazacote de nudos que esponjaban su pelo como si fuera algodón.
Ya estaban pensando en raparla si no es por la Quecha, su tía, que con paciencia untó aceite y fue desenredando, (con un cepillo que aseguró era mágico y no daba jalones) uno a uno los mechones embrollados de la rebelde.
A partir de entonces, Susana no permitió que la peinarán más que con el cepillo mágico, cuyas cerdas habían sido traídas de no sé dónde.
Cuando yo era niña, mi tía Susana me peinaba siempre con su cepillo mágico para que no sintiera los jalones y me contaba la historia. Me encantaba su cepillo, y una Navidad, le pedí a Santa Claus un cepillo mágico de cerdas naturales como el de mi tía Susana. Después, cuando recibí el cepillo me di cuenta que Santa Claus no sabía nada de cepillos, pues aunque me trajo uno muy bonito, no era mágico. Debí haberlo imaginado. Se ve muy claro que Santa Claus nunca se ha pasado siquiera un peine.Así desde mi infancia, siempre buscaba en los almacenes un cepillo mágico, hasta que un día ya adolescente, durante un viaje por Europa, entré a conocer una tienda elegante y enorme, donde había un departamento entero de cepillos. Ahí encontré finalmente el cepillo mágico. Había de todos los tamaños, pero sólo me alcanzó para comprar uno pequeñito y angosto, con el mango de madera y cerdas naturales traídas de no sé dónde.
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Anticonceptivos de ayer
Recorrí con la abuela las calles de Zacatecas, nos sentamos en la plazuela Goitia por las tardes que no hay más que hacer , a ver los concursos de baile de los oriundos, con sus vestuarios desaliñados y la coreografía a destiempo. Nos divertimos con un concursante que perdió el guarache y otro chico flaco que perseguía los pasos del resto mientras intentaba evitar que se le escurrieran los pantalones. Los museos son toda una experiencia, nos faltaba tiempo para verlos ,aunque mi abuela se quejaba de los pintores como Felguerez argumentando que hasta ella podía hacer esas porquerías que no le decían nada. -Menos mal que estaba la exposición de Rodin -dijo. Fue lo único que valió la pena. Por eso decidí tomar un tour al Museo de Arte Virreinal de Guadalupe, una de las más grandes pinacotecas latinoamericanas, donde quedó fascinada. Tuvimos un guía que relataba con aderezó y detalle uno a uno los elementos del exmonasterio franciscano, la historia de cada pintura y los personajes retratados. Las paredes estaban forradas de pinturas con La Pasión de Cristo, La Historia de San Francisco y la vida de la Virgen María. -¡Esto sí es arte! -argumentaba mi abuela y le arrebataba la palabra al guía para aportar datos importantes que le parecía que el guía ignoraba sobre la vida de tal o cual santo. Que si la lengua de San Juan Nepomuceno confesor de la reina permaneció intacta después de su muerte, o la Santa que con tal de no casarse con un pretendiente que le decía que no podía vivir sin sus ojos se los sacó y se los mandó. Ya al final del recorrido, en el coro de la capilla, el guía señaló una vitrina con la figura de una niña que dijo que era la divina infantita. Y mi abuela, ni tarda ni perezosa, relevó al guía explicando a todos los escuchas, que ella era muy devota de la Divina Infantita y que había tenido siempre una estrecha amistad con las madres que llevaban su nombre pues Rosarito Marín, amiga de mi bisabuela nunca se casó por cuidar a su mamá , y al morir esta ingresó al convento de las madres de la Divina Infantita. Iba cada semana a comer a casa de mi abuela . Mi mamá se acuerda de la madre muy bien porque siendo una niña le llamaba la atención que se tomara su chaparrita rebajada con agua. Mi abuela desde que nació el primero de sus diez hijos, ofreció una mensualidad a la Divina Infantita, misma que incrementaba por cada hijo que le daba para que se los cuidara. Viendo la oportunidad de asegurar la manutención de sus seguidoras , La Divina Infantita bendecía a mi abuela con un hijo cada año, hasta que al llegar el décimo mi otra bisabuela (su suegra) le sugirió negociar con la Divina Infantita el incremento de la mensualidad por cada año que no le diera un hijo. Y así fue como mi abuela a los 30 años no volvió a concebir un hijo y hasta la fecha a sus setenta y tantos, incrementa año con año fervorosa la mensualidad a las madres de la Divina Infantita como quién toma puntualmente la píldora.
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Alejandra
Sentada a mi lado con dos maletas, espera seguramente el tren de medio día. La luz del domo le cae en los pies. Los lentes brillan. Le iluminan la falda. El tren la llevaría tal vez lejos, fuera de esta ciudad que la tiene encarcelada. Llegaría sin duda cansada, a una casa simple, nueva, en una colina fresca. El libro sostenido entre las manos no le interesa. Ha pasado ya media hora y su mirada se mantiene fija, sin indicar el cambio de página. Está pensando seguramente en aquella vieja. La deja sola, cansada. ¡Le molesta tanto su intransigencia! La vieja que vive en esa casa obscura, llena de pasado, la atormenta. Se repite a sí misma que no es culpable, que la vieja tuvo la opción de acompañarla en este futuro tan limpio que le esperaba y escogió los recuerdos, las telarañas.
Pero Alejandra no llegará al final de su jornada. Antes, el teléfono, que siempre la acompaña, sonará. Le avisarán que la vieja está enferma, que tal vez no llegará a la noche.
Entonces guardará el libro y tomará sus maletas. Regresará a la casa embrujada. La vieja se sentirá aliviada con su presencia y aquella casa simple nueva en una colina fresca, la seguirá esperando.
Pero Alejandra no llegará al final de su jornada. Antes, el teléfono, que siempre la acompaña, sonará. Le avisarán que la vieja está enferma, que tal vez no llegará a la noche.
Entonces guardará el libro y tomará sus maletas. Regresará a la casa embrujada. La vieja se sentirá aliviada con su presencia y aquella casa simple nueva en una colina fresca, la seguirá esperando.
La Herencia
La muchacha miró su melancólica sonrisa con odio. Como si el maldecirla, la ayudara a escapar de ella. Como si el rechazo, la dispensara de llevar su sangre, de tenerla que llamar madre. Y la mujer fingió no verla, se rodeó de una nube que amortiguó la herida y siguió amándola. Se acercó a la ventana para verla partir. Confundió su reflejo con el de aquella mujer a la que alguna vez ella había lastimado. La misma mirada triste y la mueca amarga que inevitablemente le había heredado. A través del vidrio su juventud escapando en el cuerpo de su hija la dejo antigua, incompleta, anegada en los recuerdos. Después se tumbó frente a la televisión, hipnotizada por otras historias de mujeres trató de olvidar.
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Al Borde del Final
La ciudad desbordada de excesos se detiene en el desierto que la margina; lo que algún día fue el Lago de Texcoco es una extraña frontera que divide al fin de la miseria del principio de la nada.
Ahí, al borde del final, en un cuarto con piso de tierra y techo de asbesto una silla de lámina que fue roja sostiene a Doña Eulogia. A sus espaldas quedan los trapos viejos enredados en una bolsa de plástico, un anafre, dos trastes viejos y una cuchara de peltre con restos de algo que ya no es.
Cada vez que alguien se acerca, encuentra a la vieja mirando aquel inmenso espacio a través de la puerta de cartón, repitiendo incansable una frase. Desde que mataron a su nieto, Doña Eulogia no ha dicho otra cosa: polvo eres y en polvo te convertirás. Se ha vestido con las ropas del muchacho y se esconde tras esos lentes obscuros que usaba. No quiere que la gente vea que ya no llora. Su tristeza está tan seca como su piel, su alma igualmente agrietada. Los vecinos que nada tienen, le guardan el último bocado, porque les da lástima. Pero la comida se va llenando de insectos y después ya no le traen nada.
Poco a poco su postura se va marchitando. Se ha quedado dormida. En lugar del terregal empieza a ver un pasto enorme, verde. Ya nada le duele, puede levantarse ligera, abandonar su cuerpo como a los trapos viejos. El gris del cielo se convierten en nubes que llorando se desintegran. Al fin vuelve a ver el color azul como cuando era niña.
Por su espalda, que ha dejado de ser curva, siente el calor de su nieto con quien comulga en un suspiro, al percibir ya lejana la ciudad de la miseria.
Ahí, al borde del final, en un cuarto con piso de tierra y techo de asbesto una silla de lámina que fue roja sostiene a Doña Eulogia. A sus espaldas quedan los trapos viejos enredados en una bolsa de plástico, un anafre, dos trastes viejos y una cuchara de peltre con restos de algo que ya no es.
Cada vez que alguien se acerca, encuentra a la vieja mirando aquel inmenso espacio a través de la puerta de cartón, repitiendo incansable una frase. Desde que mataron a su nieto, Doña Eulogia no ha dicho otra cosa: polvo eres y en polvo te convertirás. Se ha vestido con las ropas del muchacho y se esconde tras esos lentes obscuros que usaba. No quiere que la gente vea que ya no llora. Su tristeza está tan seca como su piel, su alma igualmente agrietada. Los vecinos que nada tienen, le guardan el último bocado, porque les da lástima. Pero la comida se va llenando de insectos y después ya no le traen nada.
Poco a poco su postura se va marchitando. Se ha quedado dormida. En lugar del terregal empieza a ver un pasto enorme, verde. Ya nada le duele, puede levantarse ligera, abandonar su cuerpo como a los trapos viejos. El gris del cielo se convierten en nubes que llorando se desintegran. Al fin vuelve a ver el color azul como cuando era niña.
Por su espalda, que ha dejado de ser curva, siente el calor de su nieto con quien comulga en un suspiro, al percibir ya lejana la ciudad de la miseria.
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Sexto Sentido
Rogelio por las noches llegaba cansado, escurriendo objetos a su paso. Su presencia cambiaba por completo la pulcritud que María Esther había procurado durante el día. Después comenzaba a interrumpirle sus telenovelas, preguntando si no se acordaba dónde había dejado esto o dónde estaba lo otro; no porque María Esther se ocupara de clasificar los objetos en la casa, sino porque Rogelio había escuchado que las mujeres tienen un sexto sentido y creyó que sólo servía para encontrar lo perdido.
El día en que María Esther se fue, comenzaron a acumularse los objetos en los rincones. Las camisas sobre las camas, los sacos sobre las sillas, los zapatos cubrieron el piso. Las mesas se llenaron de prendas; chicles, cigarros, recibos, mentas y cerillos de diferentes restaurantes.
Los ceniceros desbordaron colillas, pues no sólo Rogelio contribuía al caos, los hijos de María Esther también desconocían que los armarios se hicieron con un propósito.
Sin embargo, llegó el día en que supieron que María Esther no regresaría. Se había ido para siempre sin dejar rastro. Poco a poco, Rogelio fue levantando el desorden y trapeando sus lágrimas. Las camas volvieron a estar tendidas, los platos limpios, no hubo más pasta de dientes chorreada en el lavabo. En aquella pulcritud que renacía, Rogelio lloró la imagen de Maria Esther.
¡ Cómo quisiera haber tenido su sexto sentido, para poder encontrarla!
El día en que María Esther se fue, comenzaron a acumularse los objetos en los rincones. Las camisas sobre las camas, los sacos sobre las sillas, los zapatos cubrieron el piso. Las mesas se llenaron de prendas; chicles, cigarros, recibos, mentas y cerillos de diferentes restaurantes.
Los ceniceros desbordaron colillas, pues no sólo Rogelio contribuía al caos, los hijos de María Esther también desconocían que los armarios se hicieron con un propósito.
Sin embargo, llegó el día en que supieron que María Esther no regresaría. Se había ido para siempre sin dejar rastro. Poco a poco, Rogelio fue levantando el desorden y trapeando sus lágrimas. Las camas volvieron a estar tendidas, los platos limpios, no hubo más pasta de dientes chorreada en el lavabo. En aquella pulcritud que renacía, Rogelio lloró la imagen de Maria Esther.
¡ Cómo quisiera haber tenido su sexto sentido, para poder encontrarla!
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La Route de Sanit Georges
Hasta pa’ la muerte hay que tener gusto, comentó Franco. Bárbara no lo escuchó. Absorta en su lectura, solo obtenía destellos de la ruta que recorrían cuando por momentos alzaba la vista para ver a través del parabrisas.
Franco se detuvo en una tienda con un terreno invadido por planchas de mármol de diferentes tipos. Bárbara alzó la vista para verlo pasear entre las coloreadas filas. Vio una laja oval rojo-ladrillo, con vetas artísticamente armoniosas. Se le antojó para una gran mesa de comedor. El paseo continuó por aquella avenida plagada de tiendas con mármoles en las banquetas listos para ser esculpidos.
-¡Mira! Dijo Franco. Bárbara interrumpió el texto y miró al frente. ¡Que lindo! Pensó al ver las mil tonalidades desplegadas frente al coche. Un gran mercado de flores envolvía con fiesta la glorieta de aquel lugar llamado Saint Georges.
- Aquí te voy a venir a comprar flores.
Fue entonces cuando vio unas rejas de hierro enormes abrir paso entre los puestos y al fondo un elegante jardín sembrado de lápidas.
Franco se detuvo en una tienda con un terreno invadido por planchas de mármol de diferentes tipos. Bárbara alzó la vista para verlo pasear entre las coloreadas filas. Vio una laja oval rojo-ladrillo, con vetas artísticamente armoniosas. Se le antojó para una gran mesa de comedor. El paseo continuó por aquella avenida plagada de tiendas con mármoles en las banquetas listos para ser esculpidos.
-¡Mira! Dijo Franco. Bárbara interrumpió el texto y miró al frente. ¡Que lindo! Pensó al ver las mil tonalidades desplegadas frente al coche. Un gran mercado de flores envolvía con fiesta la glorieta de aquel lugar llamado Saint Georges.
- Aquí te voy a venir a comprar flores.
Fue entonces cuando vio unas rejas de hierro enormes abrir paso entre los puestos y al fondo un elegante jardín sembrado de lápidas.
Desnudo
Tan fría que de blanco pinta la luna mi cuerpo . Tan desnuda que a pesar de la escasa luz que me escurre de la ventana, se ve mi alma. El pintor también exhibe su cuerpo. Lo hace por solidaridad. Día tras día, estoy aquí, por horas enteras descubierta, inmóvil. No es fácil. Su profesión quisiera ser más generosa. Quitarme el hambre. Pero no puede. Después de todo, no lo hago por dinero. De haber sido así estaría en otro sitio. Más cubierta. Fingiendo una sonrisa. El verdadero placer me esboza cada vez más los huesos. Sin embargo no lo siento. Su arte observa todo centímetro de mi piel sedando la miseria. Mis sentimientos empiezan a hervir. Un pincel mojado de color claro roza mi cuerpo en un lienzo. Suave , húmedo , el óleo imprime no mi solitaria figura , sino una nueva , diferente , que penetra por sus ojos y expele con ardor un trazo único dónde nazco nuevamente . Así me acaricia el cuello, el hombro. La melena de su brocha baja por la cintura. Comienzo a temblar. Su razón lo hace pensar en el invierno. Deja su tarea y acerca a mis labios de sol, una perfumada taza. Sólo un trago. Con la cabeza niego el segundo. Quiero que continúe. Mi carne parece un hielo. Sigo ahí petrificada. El pintor me suelta el pelo. Lo desliza suavemente por mi espalda. Intenta cubrirme. Regresa y continúa quemándome con retoques. Se detiene muy abajo de la cintura. Lo hace más despacio. Alternando el negro y el carne. Tiemblo más fuerte. Pero él, extasiado ya no se entera. Chorrea de luz los muslos. El ayuno y el deseo se unen y me traicionan. Me desplomo como un mármol pesado. Sus manos de hielo son ahora las que tiemblan. Se funden en las brazas de mi cuerpo que yace en el suelo hecho pedazos. Ya sólo existo en el lienzo. Sin frío. Sin hambre. Como una ninfa que observa siempre al artista desnudo.
Intangiblemente Silvia
Tendido sobre las frescas sábanas después de un par de noches de trabajo in-interrumpido, no lograba conciliar el sueño. La música invadía la habitación y todos sus sentidos, introduciéndolo en un éxtasis ensordecedor ilustrado con imágenes que no podía borrar de su mente. Aún sentía en el hombro el peso de la cámara. Con los años se había convertido en una extensión de su cuerpo, en un tercer ojo que fijaba una secuencia de movimientos, e imágenes que al entrar en él se mezclaban y adquirían otro sentido. El video en el muelle de la nueva colección de lencería se trasladaba a la selva donde filmó la cacería de cocodrilos, las modelos con su lánguida belleza se convertían en serpientes trepando por el cuerpo de aquel hombre del reportaje “increíble”. Después regresaba al muelle, y en primera fila observaba la pasarela de lencería. Las serpientes húmedas se deslizaban por su cuerpo y lo mordían y el mar se pintaba de sangre y el hombre del “increíble” no decía nada. Era como si la cámara además de grabar en la cinta guardara un respaldo desordenado en su memoria. Apareció Silvia, y el día que pasaron juntos en la playa. El volumen tan alto de la música le provocaba una especie de silencio, en el que escuchaba las caricias de las olas. La figura de Silvia traspasaba todas las grabaciones, caminaba ligera por la arena desvaneciendo la intromisión de sus visiones, lucía tan etérea, que no la había tocado por miedo de enfrentarse a una intangibilidad perversa. La escuchaba hablar del lugar en el que vivía, en un tercer piso al que se subía por una escalera de caracol muy estrecha hasta una puerta que se abría, decía que esa puerta no existía, que ella la había mandado hacer para poder salir y entrar de ese cuarto tan pequeño y oscuro. Él se preguntaba: ¿Quién habría hecho un cuarto sin puerta? pero eso nada importaba. Si no podía poseer a Silvia se apoderaría de su intangible imagen, la almacenaría en su memoria, encontraría la escalera y treparía hasta llegar a la puerta. Penetrar la intimidad de Silvia con su tercer ojo. Recorrer su carne de muy cerca sin tocarla, hurgar en sus rincones más profundos para robar su alma. Entonces logró conciliar el sueño. Como después de una tormenta, llegó la calma. Sólo quedó una imagen nítida. Soñó que olía a tierra mojada y Silvia desde lejos se acercaba cada vez más, hasta lograr un close-up donde estiró su mano para tocarla. Despertó súbito. Dio de vueltas en la cama, recogiendo nuevas imágenes. La escena de la orgía que filmó para una película francesa. Las actrices son todas Silvia: Silvia adolescente, Silvia pudorosa, Silvia madura, Silvia pervertida, Silvia con senos pequeños, Silvia con siliconas, Silvia deprimida, Silvia eufórica, Silvia infantil y juguetona. Los actores son él mismo, siempre él mismo y su cámara, cambiando tomas, buscando ángulos hasta la grosería.
Finalmente amanecía, después de varios intentos, logró separarse de la cama ya caliente. Tenía que regresar a continuar con la edición que había dejado pendiente. Pero antes pasó a donde estaba Silvia. Cruzó la capilla húmeda y fría, trepó en círculos por la incómoda escalera, en el tercer piso, se abrió paso entre mármoles vestidos de epitafios hasta llegar a la urna de Silvia. Se arrodilló y cerró los ojos para abrazar su intangibilidad perversa.
Finalmente amanecía, después de varios intentos, logró separarse de la cama ya caliente. Tenía que regresar a continuar con la edición que había dejado pendiente. Pero antes pasó a donde estaba Silvia. Cruzó la capilla húmeda y fría, trepó en círculos por la incómoda escalera, en el tercer piso, se abrió paso entre mármoles vestidos de epitafios hasta llegar a la urna de Silvia. Se arrodilló y cerró los ojos para abrazar su intangibilidad perversa.
Bajo la luna que nos visita
Marco Antonio;
Asiento aquí mi traición. La acepto. Acepto una traición de palabra: el verbo es el principio de todo, sin él no puedo relatar tu historia. Te traiciono también de obra, porque te haré creer que he muerto, y de omisión, pues no diré lo que he olvidado y otras cosas que no quiero recordar.
“Bajo la luna que hoy nos visita”, confieso que no contaré tu historia sino la mía. Recuerdos de lo vivido contigo, alterados por la nostalgia, por el discreto pesar que causa el paso del tiempo.
Confieso, Marco Antonio que la palabra lleva implícito el engaño: su inseparable carga de deseos y frustraciones. Por eso, mi mayor traición será no decirte que te amo, y escribirte, describirte, transformado en el capricho de mis percepciones.
Cleopatra
Asiento aquí mi traición. La acepto. Acepto una traición de palabra: el verbo es el principio de todo, sin él no puedo relatar tu historia. Te traiciono también de obra, porque te haré creer que he muerto, y de omisión, pues no diré lo que he olvidado y otras cosas que no quiero recordar.
“Bajo la luna que hoy nos visita”, confieso que no contaré tu historia sino la mía. Recuerdos de lo vivido contigo, alterados por la nostalgia, por el discreto pesar que causa el paso del tiempo.
Confieso, Marco Antonio que la palabra lleva implícito el engaño: su inseparable carga de deseos y frustraciones. Por eso, mi mayor traición será no decirte que te amo, y escribirte, describirte, transformado en el capricho de mis percepciones.
Cleopatra
En Mis Palabras
Oculto
en mis palabras
hallaras algo
que tal vez no te dije
y no te volveré a decir
El rectangular y austero salón de clases, está decorado por sombras que lo pintan de varias geometrías. Tres paisajes de palacios arbolados son los ventanales. Alberto baja la persiana del que tiene a espaldas. Se excusa culpando al sol de impedirnos ver al pizarrón. Continúa su discurso literario. Intercala sonriente una anécdota.
“…yo estuve con Cardenal en el año setenta y seis. Estaba haciendo una gira con otro escritor nicaragüense. Cito este dato, porque ni él, ni el otro, tenían pasaporte de Nicaragua. Viajaban prácticamente indocumentados. Y se les ocurrió ir al consulado de Dinamarca donde la cónsul era una señora que parecía no tener idea de lo que sucedía y les hizo un pasaporte nuevo cuando ellos le dijeron que el suyo se había vencido…”
Me gustan sus anécdotas. Lo observo así, tan señor, con el pañuelo de seda asomándose en el saco. Sonriendo disimulado por la travesura del escritor. Es un buen protagonista de historias. Sugestivo, enérgico, cautivadoramente discreto. Porque si uno se topa con él en la calle, seguramente lo voltea a ver.
Estamos en una mesa redonda, aunque es estrictamente rectangular. Rebeca, está sola en el extremo opuesto al profesor. Distante mas sin obstáculos.
“...con tiradas de setenta mil, el primer mini libro de Limantour fue en 1971, Rimas de Bécquer y se agotaron cinco ediciones. Bécquer, hombre interesante, reaccionario.
Alberti fue un gran admirador de Bécquer...” declara.
Al escuchar esto volteo a ver la cara de Becky, que mira al cielo como quien no tolera la necedad de lo que escucha. Lanzan un largo y sordo “mmmmm” los compañeros pues encuentran desnudos los nombres del comentario.
Regresa un silencio guardado para escuchar una sola voz. Esa voz se dirige a una persona; Rebeca. La clase pasada declaró estar unida por lazos familiares al poeta Nicanor Parra y sentirse identificada con él. Alberto entonces defendió como un niño a su contemporáneo Cardenal.
La fresca brisa causa escalofríos a los que, estando ahí, no pertenecemos a climas cambiantes. Refrescan a los oriundos y a los extranjeros que vienen del norte. Yo paso desapercibido entre la apretujada internacionalidad de los lados percibiendo las miradas que intercambian los extremos. Sobre la mesa corre una energía chilena larga, estrecha. Ellos se sienten unidos por una distancia que los separa de lo suyo, o por un calorcito resonante del habla típica.
Alberto ha pasado por alto nuestra sensibilidad. Recita un poema de amor escondido. Presenciamos cada semana todo síntoma de coqueteo. Delatado por su inquietud juega un gis con tres dedos de la mano derecha. Mientras, decora su discurso con la otra. Dice ser un Cardenal que en sus interiores no se entiende a sí mismo. Habla pausado. Crea en Rebeca una hoja de Parra. Burla y sarcasmo. Antipoesía. Se escuda tras el misterio de las formas literarias. Tiende a ser grave. Parte el gis en dos y los restos otra vez. Cuando ya no puede resquebrajarlo más, decora su discurso con la izquierda. En cada palabra que escapa de su alma, leo la doble intención en los ojos.
“…en la historia siempre ha habido movimientos de rechazo, el modernismo rechaza los oropeles del lenguaje…”
Cegado con prejuicios imagina el desprecio de la adolescente. No la siente sumergida en sus palabras, ansiosa de abandonarse a sus brazos. Existe una barrera irrompible de tiempos.
El mismo ha dicho; no por reaccionar a lo romántico no se es. Tal vez así la alumna se ha expresado. Sin metáforas.
“…pero la poesía nacida en la hoja de Parra no puede tener continuidad. No permite su descendencia. Tiene un sentido demoledor. Está destinada a su autodestrucción…”
El hombre místico de enormes bigotes grises, se quita los lentes gruesos sin armazón. Escucha por primera vez hablar a Rebeca y suelta una alegría infantil. Igual que cuando trae al salón de clases algún cuento como el de la cónsul de Dinamarca. Pero es Rebeca reaccionaria. Hábilmente toma la palabra. Le llama por su nombre. No Alberti. Alberto. No cree en signos cabalísticos. Toda la clase sigue guardando silencio, pero con los ojos desorbitados. Escucha ahora un dialogo abierto. De la poesía de salón a la de la plaza pública. Alberto dice no comprender. Cuando ella se desenmascara, quisiera no haber cerrado la persiana. Que el sol nos impidiera ver el espectáculo. Regresar al año setenta y seis. El aire de la ventana no refresca ya nada. Y la alumna sinvergüenza le dice que se atreva de una vez a amarla y se olvide de si lo suyo puede tener o no continuidad. Todos sentimos un calor que nos sale de adentro. Y algunos ahogan una carcajada. Parece el teatro. La internacionalidad se transforma en público. Y Rebeca Parra, le dice con sus aires de chamaca, que la vuelve loca. Alberto se ha quedado estatua escuchando el discurso con una risita inquieta brincando a pesar suyo en sus entrañas. La rebelde, desafiando pregunta si es su edad la que ya no permite la descendencia o los años lo que le pesa, porque a ella no le pesa nada. Solo la ropa.
Habla! Le dice gritoneando. Él recupera los anteojos y su voz grave, demoledora. Le ordena salir. Y ella descarada, se sube la falda entallada, se trepa a la rectangular y sobre ella recorre como su energía chilena el camino que la separa de su compatriota. Burla la barrera. Abraza al inmóvil fuerte. El abrazo instantáneo se nos antoja eterno. Después como volando sale del aula. Se suspende la clase. La película terminó sin el beso final. Rebeca nunca regresa.
El que se embarca en un violín naufraga
La doncella se casa con un viejo
Pobre gente no sabe lo que dice
Con el amor no se le ruega a nadie
N.P
en mis palabras
hallaras algo
que tal vez no te dije
y no te volveré a decir
El rectangular y austero salón de clases, está decorado por sombras que lo pintan de varias geometrías. Tres paisajes de palacios arbolados son los ventanales. Alberto baja la persiana del que tiene a espaldas. Se excusa culpando al sol de impedirnos ver al pizarrón. Continúa su discurso literario. Intercala sonriente una anécdota.
“…yo estuve con Cardenal en el año setenta y seis. Estaba haciendo una gira con otro escritor nicaragüense. Cito este dato, porque ni él, ni el otro, tenían pasaporte de Nicaragua. Viajaban prácticamente indocumentados. Y se les ocurrió ir al consulado de Dinamarca donde la cónsul era una señora que parecía no tener idea de lo que sucedía y les hizo un pasaporte nuevo cuando ellos le dijeron que el suyo se había vencido…”
Me gustan sus anécdotas. Lo observo así, tan señor, con el pañuelo de seda asomándose en el saco. Sonriendo disimulado por la travesura del escritor. Es un buen protagonista de historias. Sugestivo, enérgico, cautivadoramente discreto. Porque si uno se topa con él en la calle, seguramente lo voltea a ver.
Estamos en una mesa redonda, aunque es estrictamente rectangular. Rebeca, está sola en el extremo opuesto al profesor. Distante mas sin obstáculos.
“...con tiradas de setenta mil, el primer mini libro de Limantour fue en 1971, Rimas de Bécquer y se agotaron cinco ediciones. Bécquer, hombre interesante, reaccionario.
Alberti fue un gran admirador de Bécquer...” declara.
Al escuchar esto volteo a ver la cara de Becky, que mira al cielo como quien no tolera la necedad de lo que escucha. Lanzan un largo y sordo “mmmmm” los compañeros pues encuentran desnudos los nombres del comentario.
Regresa un silencio guardado para escuchar una sola voz. Esa voz se dirige a una persona; Rebeca. La clase pasada declaró estar unida por lazos familiares al poeta Nicanor Parra y sentirse identificada con él. Alberto entonces defendió como un niño a su contemporáneo Cardenal.
La fresca brisa causa escalofríos a los que, estando ahí, no pertenecemos a climas cambiantes. Refrescan a los oriundos y a los extranjeros que vienen del norte. Yo paso desapercibido entre la apretujada internacionalidad de los lados percibiendo las miradas que intercambian los extremos. Sobre la mesa corre una energía chilena larga, estrecha. Ellos se sienten unidos por una distancia que los separa de lo suyo, o por un calorcito resonante del habla típica.
Alberto ha pasado por alto nuestra sensibilidad. Recita un poema de amor escondido. Presenciamos cada semana todo síntoma de coqueteo. Delatado por su inquietud juega un gis con tres dedos de la mano derecha. Mientras, decora su discurso con la otra. Dice ser un Cardenal que en sus interiores no se entiende a sí mismo. Habla pausado. Crea en Rebeca una hoja de Parra. Burla y sarcasmo. Antipoesía. Se escuda tras el misterio de las formas literarias. Tiende a ser grave. Parte el gis en dos y los restos otra vez. Cuando ya no puede resquebrajarlo más, decora su discurso con la izquierda. En cada palabra que escapa de su alma, leo la doble intención en los ojos.
“…en la historia siempre ha habido movimientos de rechazo, el modernismo rechaza los oropeles del lenguaje…”
Cegado con prejuicios imagina el desprecio de la adolescente. No la siente sumergida en sus palabras, ansiosa de abandonarse a sus brazos. Existe una barrera irrompible de tiempos.
El mismo ha dicho; no por reaccionar a lo romántico no se es. Tal vez así la alumna se ha expresado. Sin metáforas.
“…pero la poesía nacida en la hoja de Parra no puede tener continuidad. No permite su descendencia. Tiene un sentido demoledor. Está destinada a su autodestrucción…”
El hombre místico de enormes bigotes grises, se quita los lentes gruesos sin armazón. Escucha por primera vez hablar a Rebeca y suelta una alegría infantil. Igual que cuando trae al salón de clases algún cuento como el de la cónsul de Dinamarca. Pero es Rebeca reaccionaria. Hábilmente toma la palabra. Le llama por su nombre. No Alberti. Alberto. No cree en signos cabalísticos. Toda la clase sigue guardando silencio, pero con los ojos desorbitados. Escucha ahora un dialogo abierto. De la poesía de salón a la de la plaza pública. Alberto dice no comprender. Cuando ella se desenmascara, quisiera no haber cerrado la persiana. Que el sol nos impidiera ver el espectáculo. Regresar al año setenta y seis. El aire de la ventana no refresca ya nada. Y la alumna sinvergüenza le dice que se atreva de una vez a amarla y se olvide de si lo suyo puede tener o no continuidad. Todos sentimos un calor que nos sale de adentro. Y algunos ahogan una carcajada. Parece el teatro. La internacionalidad se transforma en público. Y Rebeca Parra, le dice con sus aires de chamaca, que la vuelve loca. Alberto se ha quedado estatua escuchando el discurso con una risita inquieta brincando a pesar suyo en sus entrañas. La rebelde, desafiando pregunta si es su edad la que ya no permite la descendencia o los años lo que le pesa, porque a ella no le pesa nada. Solo la ropa.
Habla! Le dice gritoneando. Él recupera los anteojos y su voz grave, demoledora. Le ordena salir. Y ella descarada, se sube la falda entallada, se trepa a la rectangular y sobre ella recorre como su energía chilena el camino que la separa de su compatriota. Burla la barrera. Abraza al inmóvil fuerte. El abrazo instantáneo se nos antoja eterno. Después como volando sale del aula. Se suspende la clase. La película terminó sin el beso final. Rebeca nunca regresa.
El que se embarca en un violín naufraga
La doncella se casa con un viejo
Pobre gente no sabe lo que dice
Con el amor no se le ruega a nadie
N.P
El Cuento Imposible
de Mariel Turrent y Carlos Düring
"Los ojos rojos desde el árbol me observan, esquivando las cortinas que el aire hace volar. Mis deseos ocultos se asoman cuando deslizo las manos por cada botón liberándolos de los ojales y rozando mis senos. Yo tampoco le quito la vista. Esta costumbre cotidiana la transformo inconscientemente en un rito que cura a gotas mi soledad.
Alrededor no hay más que restos de un pasado que adopto aunque no es mío: el terciopelo, la telaraña, los vidrios opacos de la ventana y una flor marchita. Como yo. Quizá yo un poco más, pues a pesar de llevar la piel aún fresca nadie percibe en ella el aroma que de la flor yo respiro.
Cuando escucho voces, busco la voz con los ojos, sin mover mucho la cabeza. Finalmente regreso al gato. Él me sigue viendo en la eterna penumbra de mis días."
Suspiró, le dio el último mordisco a la manzana y releyó el texto. Había tachado y retachado, ensayando varias versiones corrigiendo la sintaxis, el ritmo y el color de cada frase. Por fin, consideró que lo escrito había alcanzado un grado de intimidad y un vuelo lo suficientemente poético como para constituirse en el principio de la aventura.
Juntó los papeles que estaban por el piso, el plato con los restos de dos peras y una manzana, comenzó a ordenar el cuarto y decidió que a primera hora del día siguiente se lo enviaría tal como estaba. Súbitamente un fino silbido en el oído izquierdo funcionó como una advertencia y por vez primera se preguntó qué significaba para ella lo escrito, y se quedó inmóvil pensando en la interpretación que él podría hacer de esas líneas cuando llegaran a sus manos.
Se sentó lentamente en el centro de la cama y decidió leer el texto como si no lo conociera. "...deslizo las manos... rozando mis senos..." Seguramente él pensaría que con esta frase desnudaba la intimidad del personaje en el primer trazo. Tal vez era demasiado sugerente, demasiado sensual para el comienzo y con ello eliminaba la duda y la posibilidad de encubrir lo erótico, un recurso que podría resultar más interesante.
.- Debería pensarlo, se dijo apretando los labios.
"...un rito que cura a gotas mi soledad..." Semejante confesión a él podría parecerle el llamado a un encuentro de tipo personal y con ello podría dar lugar a una situación embarazosa. Además lo había escrito en primera persona. Los hombres son demasiado elementales, pensó mordiéndose el labio inferior.
Se puso de pie, observándose detenidamente en el espejo y recorrió con sus manos finas la curva de sus caderas.
Es demasiado comprometedora, dijo sin querer en voz alta.
Se arrojó en la cama y regresó a la lectura. "...a pesar de llevar la piel aún fresca nadie percibe en ella el aroma que de la flor yo respiro." Era la confirmación de que estaba sola, alerta y esperando... ¿Lo tomaría como una insinuación personal? Si lo hiciera sería un idiota. La frase estaba bien escrita, perfectamente contextualizada y era remoto que él se animara hacer alguna interpretación.
Tomó una uva de la fuente que estaba sobre la alfombra, giró sobre si misma y la saboreó con placer unos instantes... "... busco la voz con los ojos, sin mover mucho la cabeza." Esa era la frase más peligrosa. Era la clave de la identidad del personaje. Era posible que él hubiera percibido ese gesto en ella, la noche que se miraron con disimulo en el teatro. Si era así, el juego quedaría al descubierto. De todas formas, pensó, si ese gesto le daba la clave, sería tonto hacer alguna alusión, al menos que fuera un pedante. ¿Y si lo era? Sería una pena pero con ello acabaría el juego y la deliciosa posibilidad de escribir juntos una historia.
La aventura era esa: Desde la incertidumbre, sin conocerse, sin explicaciones ni pactos, desafiando todas las reglas, se habían propuesto escribir una historia. Algo seguramente más complicado que un matrimonio pero menos comprometedor. Ella debía enviarle el principio de la historia y él la continuaría. La propuesta sería el principio o el final de la historia, no importaba. Lo que importaba era apostar sin límites al milagro, al milagro literario.
¿Él lo habría entendido así o lo arruinaría llevando todo al plano de la maldita realidad? En ese instante tuvo conciencia que la más insignificante interpretación que él hiciera sobre el texto, para ella significaría la imposibilidad del encuentro, del vuelo, de la historia y del milagro. Tal vez debía desistir de la idea y no enviarle nada. Entonces él, se convertiría en una telaraña más, en un recuerdo adoptado antes de llegar a conocerlo.
.- Es el riesgo del milagro, de la aventura, se dijo.
Apoyó sus pies descalzos en el almohadón de terciopelo, puso entre sus labios otra uva y decidió que sí, le enviaría a primera hora lo que había escrito. Mientras la uva se deshacía dulcemente en su lengua, miró la flor marchita en un rincón de la biblioteca. Desde el estómago la sacudió un temblor frío y la invadió una vez más la hiel de la duda.
¿Valdría la pena el riesgo de una decepción y sus consecuencias por un cuento que en el mejor de los casos sólo podría ser genial? ¿La soledad era inmanente al oficio escogido o sólo era un mito? La aterraba la posibilidad de un nuevo desencuentro.
El aire agitó las cortinas. Con la mirada serena, casi sin mover la cabeza, siguió el vuelo repentino de la hoja de papel que como un pájaro se escurrió entre los vidrios opacos de la ventana para perderse en el claroscuro de la ciudad.
Fijó la vista en el viejo manzano e inconscientemente se dispuso cumplir con el cotidiano ritual.
Él continuó al acecho, con los ojos rojos, ocultando la esperanza de verla algún día partir de la penumbra de un pasado que no le pertenecía.
"Los ojos rojos desde el árbol me observan, esquivando las cortinas que el aire hace volar. Mis deseos ocultos se asoman cuando deslizo las manos por cada botón liberándolos de los ojales y rozando mis senos. Yo tampoco le quito la vista. Esta costumbre cotidiana la transformo inconscientemente en un rito que cura a gotas mi soledad.
Alrededor no hay más que restos de un pasado que adopto aunque no es mío: el terciopelo, la telaraña, los vidrios opacos de la ventana y una flor marchita. Como yo. Quizá yo un poco más, pues a pesar de llevar la piel aún fresca nadie percibe en ella el aroma que de la flor yo respiro.
Cuando escucho voces, busco la voz con los ojos, sin mover mucho la cabeza. Finalmente regreso al gato. Él me sigue viendo en la eterna penumbra de mis días."
Suspiró, le dio el último mordisco a la manzana y releyó el texto. Había tachado y retachado, ensayando varias versiones corrigiendo la sintaxis, el ritmo y el color de cada frase. Por fin, consideró que lo escrito había alcanzado un grado de intimidad y un vuelo lo suficientemente poético como para constituirse en el principio de la aventura.
Juntó los papeles que estaban por el piso, el plato con los restos de dos peras y una manzana, comenzó a ordenar el cuarto y decidió que a primera hora del día siguiente se lo enviaría tal como estaba. Súbitamente un fino silbido en el oído izquierdo funcionó como una advertencia y por vez primera se preguntó qué significaba para ella lo escrito, y se quedó inmóvil pensando en la interpretación que él podría hacer de esas líneas cuando llegaran a sus manos.
Se sentó lentamente en el centro de la cama y decidió leer el texto como si no lo conociera. "...deslizo las manos... rozando mis senos..." Seguramente él pensaría que con esta frase desnudaba la intimidad del personaje en el primer trazo. Tal vez era demasiado sugerente, demasiado sensual para el comienzo y con ello eliminaba la duda y la posibilidad de encubrir lo erótico, un recurso que podría resultar más interesante.
.- Debería pensarlo, se dijo apretando los labios.
"...un rito que cura a gotas mi soledad..." Semejante confesión a él podría parecerle el llamado a un encuentro de tipo personal y con ello podría dar lugar a una situación embarazosa. Además lo había escrito en primera persona. Los hombres son demasiado elementales, pensó mordiéndose el labio inferior.
Se puso de pie, observándose detenidamente en el espejo y recorrió con sus manos finas la curva de sus caderas.
Es demasiado comprometedora, dijo sin querer en voz alta.
Se arrojó en la cama y regresó a la lectura. "...a pesar de llevar la piel aún fresca nadie percibe en ella el aroma que de la flor yo respiro." Era la confirmación de que estaba sola, alerta y esperando... ¿Lo tomaría como una insinuación personal? Si lo hiciera sería un idiota. La frase estaba bien escrita, perfectamente contextualizada y era remoto que él se animara hacer alguna interpretación.
Tomó una uva de la fuente que estaba sobre la alfombra, giró sobre si misma y la saboreó con placer unos instantes... "... busco la voz con los ojos, sin mover mucho la cabeza." Esa era la frase más peligrosa. Era la clave de la identidad del personaje. Era posible que él hubiera percibido ese gesto en ella, la noche que se miraron con disimulo en el teatro. Si era así, el juego quedaría al descubierto. De todas formas, pensó, si ese gesto le daba la clave, sería tonto hacer alguna alusión, al menos que fuera un pedante. ¿Y si lo era? Sería una pena pero con ello acabaría el juego y la deliciosa posibilidad de escribir juntos una historia.
La aventura era esa: Desde la incertidumbre, sin conocerse, sin explicaciones ni pactos, desafiando todas las reglas, se habían propuesto escribir una historia. Algo seguramente más complicado que un matrimonio pero menos comprometedor. Ella debía enviarle el principio de la historia y él la continuaría. La propuesta sería el principio o el final de la historia, no importaba. Lo que importaba era apostar sin límites al milagro, al milagro literario.
¿Él lo habría entendido así o lo arruinaría llevando todo al plano de la maldita realidad? En ese instante tuvo conciencia que la más insignificante interpretación que él hiciera sobre el texto, para ella significaría la imposibilidad del encuentro, del vuelo, de la historia y del milagro. Tal vez debía desistir de la idea y no enviarle nada. Entonces él, se convertiría en una telaraña más, en un recuerdo adoptado antes de llegar a conocerlo.
.- Es el riesgo del milagro, de la aventura, se dijo.
Apoyó sus pies descalzos en el almohadón de terciopelo, puso entre sus labios otra uva y decidió que sí, le enviaría a primera hora lo que había escrito. Mientras la uva se deshacía dulcemente en su lengua, miró la flor marchita en un rincón de la biblioteca. Desde el estómago la sacudió un temblor frío y la invadió una vez más la hiel de la duda.
¿Valdría la pena el riesgo de una decepción y sus consecuencias por un cuento que en el mejor de los casos sólo podría ser genial? ¿La soledad era inmanente al oficio escogido o sólo era un mito? La aterraba la posibilidad de un nuevo desencuentro.
El aire agitó las cortinas. Con la mirada serena, casi sin mover la cabeza, siguió el vuelo repentino de la hoja de papel que como un pájaro se escurrió entre los vidrios opacos de la ventana para perderse en el claroscuro de la ciudad.
Fijó la vista en el viejo manzano e inconscientemente se dispuso cumplir con el cotidiano ritual.
Él continuó al acecho, con los ojos rojos, ocultando la esperanza de verla algún día partir de la penumbra de un pasado que no le pertenecía.
Juegos Fatuos
de Mariel Turrent y Fernando Martí
I Ella
Sales de prisa, con el corazón exaltado. Crees haber olvidado algo, y aunque te sobra tiempo no regresas. Esta vez no permitirás que cuando llegues se haya ido. Tampoco quieres que espere.
Llevas una opresión en el vientre, pero no te molesta, te fascina experimentarla nuevamente. Por eso tanta premura abriéndote paso entre la gente sin mirar, cruzando calles con atención instintiva, pues traes la mente ocupada imaginando cosas del futuro. Se cruza en el camino una escalera, olvidas no pasar por abajo. Menos mal que no te diste cuenta, tu superstición te habría acompañado el resto del día.
Ya ves a distancia la puerta, deseas volar y traspasarla, encontrar aun las mesas vacías de su presencia. Entras. Todo está como habías previsto. No ha llegado. Tienes unos minutos para entrar al baño, permitir a tu pulso acelerado bajar la marcha.
* * *
II El
Entras, puntual como nunca. Temes que la formalidad descubra tu impaciencia, pero la zozobra es inútil: no ha llegado.
Tendrás que aceptar esa moneda falsa que es la espera.
Nunca te ha gustado esperar. Lo sabes: quien espera es víctima perfecta de sí mismo. Lo notas: todo rostro que espera está especulando sobre la ausencia ajena. Lo proyectas: la lástima de los testigos ( casi siempre meseros) es demoledora.
Quien espera, puntualmente desespera.
(Penélope debió odiar a Ulises los 3 650 días.)
Pero esta espera es fugaz: aparece de pronto, por atrás de tu mesa, sin relación con la puerta de acceso, y te saluda con un ah ya llegaste, que a las claras transmite su contrariedad. Piensas seguir el juego, claro que ya llegué, en eso habíamos quedado, pero te conformas con mirar, con seguir sus mohines de adolescente, con reconocer sus formas, con dejar que nazca el deseo.
Táctica deliciosa, pero inútil: después de lo que vas a decirle, la contrariedad dejará paso a la furia.
* * *
III Ella
Te sientas lejana y en pocos minutos su personalidad te involucra. Te envuelve. Y te pierdes en su espesa selva que te arrastra sin saber a donde. Tu mente se apaga. No sabes que quieres ni porque estas ahí, pero tus sentidos todos vibran. Observas con antojo cada movimiento, vuelas en la música que pinta su sombra y en lo tenue que suena su imagen cuando enciende el puro.
De pronto empieza a hablar. Tu estómago pronostica con un espasmo algo que tal vez vienes arrastrando desde que pasaste por debajo de la escalera. (¡Porque lo hiciste!) Piensas que habría sido mejor no provocar este encuentro, pero ya estás ahí, descubriendo algo que no buscabas. Perdiendo la razón, ebria de su presencia.
* * *
IV El
Escuchas, lejano como siempre. Tienes la grosera vocación del vigía: vigilas. Escudriñas los gestos, mides las actitudes, calculas los acentos. Artesano del artificio, dejas que los demás hablen de su tema preferido:
(yo creo, yo siento, yo sé…)
Apenas necesitan aliento, apenas requieren interés: aceptan mostrar el alma con tal de escuchar su propia voz.
Pero tú sabes que mienten. Quien confiesa, trata de cubrir su esencia con razones ( quien habla, engaña). No hay maldad en ello, no hay hipocresía: las criaturas tristes como los hombres tienen una opinión generosa de sí mismas.
(soy astuto, dice el tramposo; soy bueno, opina el cobarde; preveo el futuro, sostiene el mezquino..)
Mira a esta mujer cuya presencia te abruma: insinúa que no cabes en su vida. Sugiere esperar (como si eso fuera posible), propone compartir (como si eso tuviera sentido), incluso se anima a hablar de amor, a recordarte poesías.
Decides atacar de frente: me recuerdas un recuerdo: no encuentro en ti nada que no sepa, no siento contigo algo que ignore, no quiero ser ni tu alegría ni tu tristeza, lo único cierto es el vacío. Unos ojos azorados confirman que generaste una curiosidad incontenible.
Puedes decir más, pero te callas…
(quien calla, engaña).
Enciendes un puro, paladeas el vino, disfrutas su desconcierto, dejas que fluya el encanto, te reconoces en la máscara ajena, vuelves a jugar al amor. Palabras, promesas gratuitas, una convocatoria a la complicidad, mero deseo carnal…
(soy honesto, dice el seductor…)
* * *
V Ella
Crees que sus palabras deshacen el embrujo. La mujer que anhelabas ser desaparece y te sientes una niña estúpida: “ La dueña del vacío”. Sospechas, pero prefieres dudar ingenuamente. Te incomoda la lucha entre voluntad y deseo, pero te rehusas a ponerle fin a tu fantasía. Finalmente aceptas lo que él antes te había afirmado: son realmente distantes y distintos. Y como en cualquier historia barata, solo quiere tu carne. Tus prejuicios te impiden aceptar que quieres dejarte seducir por este hombre que podría ser tu padre. Y tratas de convencerte que esa piel ya madura no merece tu frescura, que sus aires de conquistador no te mueven un pelo y mas bien te sientes incomoda y quieres huir. (Cree que se las sabe todas). Pero al levantarte de la mesa, el no se mueve. Se queda frío. Como si aburrido diera permiso a la niña tonta a dejarlo solo. Y en el fondo tu quieres demostrarle que eres una mujer. Te acercas a su oído y dejas que tu lengua lo penetre. Después sales de prisa, con el corazón exaltado y una opresión en el vientre que te fascina.
I Ella
Sales de prisa, con el corazón exaltado. Crees haber olvidado algo, y aunque te sobra tiempo no regresas. Esta vez no permitirás que cuando llegues se haya ido. Tampoco quieres que espere.
Llevas una opresión en el vientre, pero no te molesta, te fascina experimentarla nuevamente. Por eso tanta premura abriéndote paso entre la gente sin mirar, cruzando calles con atención instintiva, pues traes la mente ocupada imaginando cosas del futuro. Se cruza en el camino una escalera, olvidas no pasar por abajo. Menos mal que no te diste cuenta, tu superstición te habría acompañado el resto del día.
Ya ves a distancia la puerta, deseas volar y traspasarla, encontrar aun las mesas vacías de su presencia. Entras. Todo está como habías previsto. No ha llegado. Tienes unos minutos para entrar al baño, permitir a tu pulso acelerado bajar la marcha.
* * *
II El
Entras, puntual como nunca. Temes que la formalidad descubra tu impaciencia, pero la zozobra es inútil: no ha llegado.
Tendrás que aceptar esa moneda falsa que es la espera.
Nunca te ha gustado esperar. Lo sabes: quien espera es víctima perfecta de sí mismo. Lo notas: todo rostro que espera está especulando sobre la ausencia ajena. Lo proyectas: la lástima de los testigos ( casi siempre meseros) es demoledora.
Quien espera, puntualmente desespera.
(Penélope debió odiar a Ulises los 3 650 días.)
Pero esta espera es fugaz: aparece de pronto, por atrás de tu mesa, sin relación con la puerta de acceso, y te saluda con un ah ya llegaste, que a las claras transmite su contrariedad. Piensas seguir el juego, claro que ya llegué, en eso habíamos quedado, pero te conformas con mirar, con seguir sus mohines de adolescente, con reconocer sus formas, con dejar que nazca el deseo.
Táctica deliciosa, pero inútil: después de lo que vas a decirle, la contrariedad dejará paso a la furia.
* * *
III Ella
Te sientas lejana y en pocos minutos su personalidad te involucra. Te envuelve. Y te pierdes en su espesa selva que te arrastra sin saber a donde. Tu mente se apaga. No sabes que quieres ni porque estas ahí, pero tus sentidos todos vibran. Observas con antojo cada movimiento, vuelas en la música que pinta su sombra y en lo tenue que suena su imagen cuando enciende el puro.
De pronto empieza a hablar. Tu estómago pronostica con un espasmo algo que tal vez vienes arrastrando desde que pasaste por debajo de la escalera. (¡Porque lo hiciste!) Piensas que habría sido mejor no provocar este encuentro, pero ya estás ahí, descubriendo algo que no buscabas. Perdiendo la razón, ebria de su presencia.
* * *
IV El
Escuchas, lejano como siempre. Tienes la grosera vocación del vigía: vigilas. Escudriñas los gestos, mides las actitudes, calculas los acentos. Artesano del artificio, dejas que los demás hablen de su tema preferido:
(yo creo, yo siento, yo sé…)
Apenas necesitan aliento, apenas requieren interés: aceptan mostrar el alma con tal de escuchar su propia voz.
Pero tú sabes que mienten. Quien confiesa, trata de cubrir su esencia con razones ( quien habla, engaña). No hay maldad en ello, no hay hipocresía: las criaturas tristes como los hombres tienen una opinión generosa de sí mismas.
(soy astuto, dice el tramposo; soy bueno, opina el cobarde; preveo el futuro, sostiene el mezquino..)
Mira a esta mujer cuya presencia te abruma: insinúa que no cabes en su vida. Sugiere esperar (como si eso fuera posible), propone compartir (como si eso tuviera sentido), incluso se anima a hablar de amor, a recordarte poesías.
Decides atacar de frente: me recuerdas un recuerdo: no encuentro en ti nada que no sepa, no siento contigo algo que ignore, no quiero ser ni tu alegría ni tu tristeza, lo único cierto es el vacío. Unos ojos azorados confirman que generaste una curiosidad incontenible.
Puedes decir más, pero te callas…
(quien calla, engaña).
Enciendes un puro, paladeas el vino, disfrutas su desconcierto, dejas que fluya el encanto, te reconoces en la máscara ajena, vuelves a jugar al amor. Palabras, promesas gratuitas, una convocatoria a la complicidad, mero deseo carnal…
(soy honesto, dice el seductor…)
* * *
V Ella
Crees que sus palabras deshacen el embrujo. La mujer que anhelabas ser desaparece y te sientes una niña estúpida: “ La dueña del vacío”. Sospechas, pero prefieres dudar ingenuamente. Te incomoda la lucha entre voluntad y deseo, pero te rehusas a ponerle fin a tu fantasía. Finalmente aceptas lo que él antes te había afirmado: son realmente distantes y distintos. Y como en cualquier historia barata, solo quiere tu carne. Tus prejuicios te impiden aceptar que quieres dejarte seducir por este hombre que podría ser tu padre. Y tratas de convencerte que esa piel ya madura no merece tu frescura, que sus aires de conquistador no te mueven un pelo y mas bien te sientes incomoda y quieres huir. (Cree que se las sabe todas). Pero al levantarte de la mesa, el no se mueve. Se queda frío. Como si aburrido diera permiso a la niña tonta a dejarlo solo. Y en el fondo tu quieres demostrarle que eres una mujer. Te acercas a su oído y dejas que tu lengua lo penetre. Después sales de prisa, con el corazón exaltado y una opresión en el vientre que te fascina.
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