La ciudad desbordada de excesos se detiene en el desierto que la margina; lo que algún día fue el Lago de Texcoco es una extraña frontera que divide al fin de la miseria del principio de la nada.
Ahí, al borde del final, en un cuarto con piso de tierra y techo de asbesto una silla de lámina que fue roja sostiene a Doña Eulogia. A sus espaldas quedan los trapos viejos enredados en una bolsa de plástico, un anafre, dos trastes viejos y una cuchara de peltre con restos de algo que ya no es.
Cada vez que alguien se acerca, encuentra a la vieja mirando aquel inmenso espacio a través de la puerta de cartón, repitiendo incansable una frase. Desde que mataron a su nieto, Doña Eulogia no ha dicho otra cosa: polvo eres y en polvo te convertirás. Se ha vestido con las ropas del muchacho y se esconde tras esos lentes obscuros que usaba. No quiere que la gente vea que ya no llora. Su tristeza está tan seca como su piel, su alma igualmente agrietada. Los vecinos que nada tienen, le guardan el último bocado, porque les da lástima. Pero la comida se va llenando de insectos y después ya no le traen nada.
Poco a poco su postura se va marchitando. Se ha quedado dormida. En lugar del terregal empieza a ver un pasto enorme, verde. Ya nada le duele, puede levantarse ligera, abandonar su cuerpo como a los trapos viejos. El gris del cielo se convierten en nubes que llorando se desintegran. Al fin vuelve a ver el color azul como cuando era niña.
Por su espalda, que ha dejado de ser curva, siente el calor de su nieto con quien comulga en un suspiro, al percibir ya lejana la ciudad de la miseria.
martes, 17 de julio de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario