martes, 17 de julio de 2007

Indulto

Las paredes llenas de luz e inmaculadas. El piso deslumbrante. Los muebles limpios y los utensilios esterilizados. El roedor, oscuro como una imperdonable mancha, cruza de una esquina a otra. Trepa al sillón y sube a la charola. Acaricia con la cola el brillante acero, las tijeras, los ganchos, y en el pequeño espejo se detiene con una sonrisa sucia a observar su cara. Un hombre vestido de blanco se asoma. Con ansiosa mirada lo espía sobre el tapabocas. Los guantes se preparan al acecho. Una vez más el peludo se escapa. Será la última vez: está lista la trampa. El ratón regresa a comer la carnada, pero esta vez sus patas se quedan pegadas a una masa gelatinosa. El hombre de blanco toma la jeringa y sin vacilo, atina en el roedor hasta anestesiarlo. Saca apresurado una bolsa de plástico. Adentro quedará asfixiado. Los guantes se acercan a la cola. El pulgar y el índice dudan al tomarla. Piensa en el consultorio inmaculado. Imagina que llegará otro más gordo a vengarlo, y luego otro más sucio. La opción puede ser un gato. Definitivamente no. ¡Un gato nunca! Deja la bolsa. Le despega las patas y las enjagua, pero como es tan pequeño el agua lo baña por completo. Mojado le parece simpático. Con un aerosol, desinfecta todo. Aún dudoso, esboza una sonrisa mientras toma la pieza de mano. La máquina rechina insoportablemente, limpiando uno a uno los pequeñísimos dientes. Cuando despierte el roedor se sentirá acicalado. Si lo alimentan cada noche, no tendrá necesidad de salir del límpido cuarto. Durante el día, desde su escondite, escuchará amenazante el chillido del taladro, tortura de todo él que osa sentarse en aquel sillón tan alto.

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