La playa estaba limitada a los lados por grandes rocas. Entre ellas unos árboles caprichosos se empeñaban en obstruir el paso. Atrás un altísimo muro de Barragán separando el sitio de algo, que parecía el mundo.
Era como si estuviéramos tirados sobre un cajón de arena, las toallas de colores extendidas y la inmensidad del mar frente a nosotros, imponiendo su furia.
En tanto que aprovechaba el sol, vi aquella masa de agua que comenzaba a crecer. Los bañistas se esforzaban cada vez más por salir. Yo estaba muy cerca del concreto coloreado. Aquellos que se encontraban en la orilla, levantaban sus cosas y corrían en dirección a la pared. Las caras incrédulas ante la inmensa ola que comenzaba a cubrir el sol de los primeros metros.
A pesar de que la gente llena de pánico se agitaba apresurada, todo sucedió ante mis ojos tan lento que pude en el instante ubicar cada movimiento.
El agua iba muy alto y el volumen era tal, que parecía un techo corredizo de acero azul dispuesto a desplomarse. El miedo paralizó aun más las imágenes en mis ojos. La playa se volvió insignificante. Los seres que zarandeaban sus toallas de colores, huyendo de la sombra de aquel monstruo de agua, eran casi imperceptibles. Estábamos perdidos. No había manera de escalar el muro. Existía un aterrador silencio.
De pronto, sin saber cómo, una idea llegó a mi mente. Logré que todo aquello se esfumara. Se salvaron muchas vidas. Desperté.
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