En la casa antigua de Mérida, las esquinas de las paredes poco a poco se fueron desgastando. Al principio nadie lo notaba, pero la insistencia fue acentuando el defecto. Un buen día mi mamá alarmada se acercó a analizar las hendiduras con su curiosidad incrédula. Parece que alguien se las ha comido, comentó. Los dientitos del roedor se percibían en algunas partes. Pero ¿qué animal come yeso?, se preguntaba.
En las tardes de vacaciones en Progreso, o cuando las tías venían de visita, el tema sin excepción afloraba. Entonces yo las veía como se acercaban a las paredes mirando las esquinas deterioradas, y hacían conjeturas, especulaciones. No faltaba el que contaba anécdotas, como la de la abuela coja que para moverse se apoyaba en los muros y los había aboyado. Otros hasta llegaron a sugerir que la casa estaba embrujada. Que si eran los aluxes, o que si el perro se afilaría ahí los dientes. Pero esta última hipótesis quedó por completo descartada cuando mi madre empezó a considerarla y cayó en la cuenta de que en la casa nunca había habido un perro.
Después se agotó el tema. O mejor dicho surgieron otros. Las tías preferían dejar el misterio de las paredes a los aluxes, y abordar temas menos misteriosos como el de mi primo Gabriel que desapareció y regresó siendo la prima Gabriela y hasta se casó.
Mis dos hermanas mayores, mi hermano y mi mamá se quedaron con la misma idea que las tías sobre los aluxes. Yo, por miedo, no quise decir nada y mis dos hermanas menores , aún no hablaban, así que guardaron también el secreto.
Entonces el tema se quedó en el olvido. Los misterios cuando no tienen solución así se aceptan. O tal vez porque se vuelven parte de la cotidianeidad, dejan de ser misterios y se convierten en algo que es y punto. Incluso yo llegué a imaginar a los duendesillos, prendidos de aquellos bordes blancos refulgentes, con sus dientesitos desesperados, devorando ansiosos la cal de los muros y me parecían simpáticos. Para cuando nacieron las cuatro hermanas que restaban, ya ese asunto ni se tocaba. Para ellas las paredes habían sido así siempre. Si alguna vez llegaron a ver al roedor seguramente no les pareció raro.
Como siempre pasa; pasaron los años. Los niños fuimos creciendo, y poco a poco dejamos la antigua casona de Mérida. Las paredes desde esos tiempos ya no cambiaron. Su deterioro se vió pasmado. Seguramente los aluxes también me están dejando, reclamaba mi madre. Pero no se entristecía, dice que los niños nunca le han gustado. La verdad es que, aunque no quiera reconocerlo, los nietos la fueron llenando.
Un día mientras iba manejando, sensaciones antiguas invadieron mi nueva vida. Comencé a sentir esa ansia irresistible en las mandíbulas y esas ganas de tener entre mis dientes la cal rugosa y aplastarla. ¿Qué hago?... ¿qué hago?... pensé. Habría sido capaz de bajarme del auto y comerme a mordidas una barda. Pero a mi alrededor no había paredes como las de mi casa de Mérida. Tan blancas, tan suaves.
De pronto vi una papelería. Me detuve al instante. Compré diez cajas de gises blancos, y mientras en el coche los devoraba, marqué por el celular a Mérida ¿Qué crees mamá?, le dije a la abuela. Los aluxes regresaron.
martes, 17 de julio de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario