Siempre fui una persona tranquila, amante de la naturaleza, hasta que conocí a los hombres vestidos de amarillo.
Viví en una cabaña a la orilla del mar. En una playa desierta, donde sólo se escuchaba el oleaje y la brisa despeinando palmeras. El bullicio más fuerte era el que causaba el viento enfurecido. Ruidos místicos, con espíritu.
No puedo explicarme ni como ni porqué, pero un mal día me di cuenta que ya no estaba ahí.
En ésta ciudad, no obscurece como en mi pueblo; a las seis de la tarde. No. Aun hay luz a las nueve y no consigo conciliar el sueño hasta pasada la media noche. A eso de las cinco de la mañana, comienzan a sonar las máquinas. Y digo “máquinas” excluyendo a los camiones de refrescos, que arman un verdadero escándalo cuando entregan a los restaurantes vecinos y el timbre del edificio, que chilla como si lo hubieran instalado en mis orejas. Las señoras que llevan a los niños al colegio y ladran desaforadas, los jóvenes que a la hora de la siesta retruenan sus motocicletas, y los que restauran todos estos viejos edificios, bajan de los camiones esas armazones tubulares, tirándolas de lo alto para que produzcan una estruendosa caída. Martillan y martillan para construirlas y ahí treparse para seguir martillando.
Voy a olvidarme de todos estos ruidos, para limitarme a los que más me aquejan. A los que me ponen los nervios de punta. A los que me provocan este deseo de salir por la ventana con una escopeta y acabar con todos ellos de una buena vez. Me refiero a los producidos por las máquinas de los hombres de amarillo. Los de mantenimiento de la ciudad.
Por la mañana, como a las cinco, la máquina que lava la calle, con el motor más escandaloso que jamás había yo escuchado, marcha poco a poco, como si quisiera quedarse para siempre bajo mi ventana. Cuando se va, un loco del piso de arriba, sale con sus calzoncillos rojos por la ventana aullando, "alle, alle, bravo, bravo”. Una vez opte por a gritos pedirle que se callara, pero lo alborote más. Además salieron otros vecinos a reclamar. La situación se volvió insoportable. En cuanto termina el loco, llega el camión de mantenimiento de la ciudad, con sus podadoras, sierras eléctricas y otra aun más ruidosa que echa aire, (aquí la utilizan en vez de una mágica y armónica escoba de varas) barriendo las hojas de los árboles.
Como extraño a los niños de silenciosas bicicletas cantando “agua, agua” y el silbato de los camotes. Al afilador de cuchillos con su armónica, al de los aplausos con el pan dulce. Los domingos la ley prohíbe hacer ruido. Yo trataba de disfrutar el silencio. Pero al sentir nuevamente la calma, el piar de los pájaros, el viento, me entraba una terrible depresión que alimentaba mi furia. Los lunes aborrecía con más fuerza el ruido, las máquinas y a los hombres de amarillo.
Varias noches tuve un sueño recurrente. Conocía al dueño del negocio donde se vendían las máquinas más ruidosas. Me invitó a su taller y ahí pude apreciar todos los artefactos juntos. Yo le compraba la más escandalosa, y seguía a los hombres de amarillo a sus casas, anotando la dirección de cada uno. Sus horas habituales de llegada y de partida. El vecino de los calzoncillos rojos, bajaba mientras probaba mi máquina y me descubría tan exaltado que se entusiasmaba y se me unía. Pedimos otra máquina, nos vestimos de rojo y nos dedicábamos a hacer ruido. La gente se asomaba por las ventanas gritando desquiciada. Entonces nos escondíamos, pero sin dejar de hacer ruido. Reíamos a carcajadas, nos revolcábamos en el suelo tosiendo con las manos en el estómago y lágrimas de contento por el insomnio de los otros.
Pero finalmente dan las 5 y me despierto exaltado por los ruidos de Ginebra. Me pregunto ¿qué demonios estoy haciendo aquí?, mañana mismo me regreso a la playa.
martes, 17 de julio de 2007
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