De nombres misteriosos llenos de anécdotas se desborda la calle de doble sentido. Termina en una curva para regresar forzosamente, a los que desearían continuar, al mismo lugar.
Es Junio, los peatones vestidos de verano pasan perteneciendo a los matices que la ensalzan. Así también actúan los escaparates, la plaza empedrada y la verdura del muro que sostiene a la ciudad vieja. Hoy por tercera vez la recorro, vestida de tirantes, con una bolsa de papel que envuelve un futuro estreno. Busco un café para descansar. Mis pies doloridos no soportan ya el cansancio frente al sol. Me llama la atención el letrero “Calle del Purgatorio”. Atrás era “Calle del Infierno”. En doscientos metros, esta misma calle cambia tres veces de nombre. Sigo caminando. No sé porqué, me detengo a mirar hacia el fondo de la estrecha avenida. Sin otro objetivo que el espacio mismo se fija ahí mi vista y comienza a desvanecerse en un tono azul. Se obscurece obligándome a sentar en unos escalones. El mareo me hace entrar en un gran túnel. Veo como retrocede el tiempo. El alumbrado público desaparece. Con él los cables y las antenas. Llegan los sombreros. La calle se transforma en un mercado de los años veinte que rápidamente se esfuma. Así, tantas cosas que en algunos casos no logro distinguir. Los edificios cambian en cámara rápida de tono y altura. Los árboles se hacen pequeños, se desplazan, aparecen, o de estar tirados regresan a su sitio y nuevamente decrecen. La gente desfila en retroceso. Las faldas de las mujeres son cada vez más largas. Los automóviles se convierten en carruajes. Veo también caballos. Atrás la Calle del Purgatorio se vuelve un cementerio que rodea a la Iglesia de la Madeleine. De pronto la velocidad disminuye considerablemente. Todo se va desarreglando, hasta quedar yermo. Hay cenizas en el aire. Miles de cadáveres achicharrados en el suelo, los edificios, los árboles, completamente chamuscados. Humo. Imposible respirar. El paisaje es negro. Un llanto inaudito me perfora los oídos. El olor se vuelve insoportable. En cámara lenta pasan las imágenes. Veo el gran fuego, todo luz, todo rojo. La gente corre en llamas, revuelca en la tierra sus cuerpos asados. Un calor infernal lleno de gritos es la ardiente escena. En un segundo, avanzo años por el túnel. Estoy nuevamente en el límite de la Calle del Purgatorio. Sentada en la escalera de la plaza que nos lleva a la ciudad vieja. Tomo unos minutos para recuperarme. Al frente está un café. “El Antídoto”. Los nombres distorsionan los ritmos del día luminoso. Cruzo y veo el letrero. “Calle de la Rosticería”. Siento un espasmo en el vientre. La imagen de los cuerpos retorcidos, quemados volvió a mi mente. Un viejo me ve extrañada, se acerca y contesta a lo que tal vez pregunte en silencio.
- En 1320 la guerra rabiaba. En el campo incendiaban los castillos y la ciudad no escapo del azote. Un terrible incendio que duro varios días asoló por completo esta calle. Todo fue aniquilado. Ni un palo quedo de pie. A ese incendio se debe ese nombre.
En la noche quise salir a distraerme un poco, quería olvidar aquellas imágenes de mi mente. Saque mi vestido nuevo de la bolsa. Tenía un fuerte olor a humo y estaba completamente tiznado.
martes, 17 de julio de 2007
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