Sigo siendo yo, el alma misma que en pandilla recorría calles tocando puertas, cantando y pidiendo dulces. La que escribió calaveras por el gusto de una tradición que nacía espontánea, libre. Soy quien disfrutaba un olor a chocolate, el muc bic pollo y el pan de muerto en la mesa; aquella que vio alguna vez, una ciudad lejana poblarse de calabazas; también la, que repartió caramelos a unas voces infantiles enmascaradas.
Es mía la figura triste y negra que arrastra los pies por el cementerio, con los ojos llenos de lágrimas. Contempla un sepulcro poblado de flores de cempasúchil y enciende velas a sus muertos.
Aun soy yo, quien desprovista de toda materia deambula al comenzar noviembre por los mismos sitios, que se han vuelto irreconocibles. Que llora cuando ve una cara familiar desamparada vistiendo un altar sobre mis restos. Añorando momentos nuestros, antiguos, ahí, en el supuesto lugar de mi descanso.
Soy aquella que comienza a asimilar la ausencia de lo terreno, disfrutando su intangibilidad, burlándose de aquellos que no la ven. Muevo las cosas de su sitio. Morbosa traspaso paredes. Observo intimidades de otros, cierro puertas y escucho gritos. Con silenciosa alegría, me río a carcajadas. No de ellos sino de mí misma, que no teniendo ya años, me comporto como un chiquillo.
Ahora pertenezco a una etapa magnánima. La aceptación de lo inmaterial. Lo intemporal. La Generación de las tumbas olvidadas. Esas que nadie visita. Convertidas más tarde en sepulcros mondos, para hacer sitio a nuevas hornadas de difuntos. Almas que no deambulan el Día de Muertos, porque los seres queridos, ya están fundidos aquí, con nosotros.
martes, 17 de julio de 2007
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