Imagina tu rostro en el espejo. Imagínalo blanco como un mármol. Imagina en el lado izquierdo, sobre la ceja, una mancha. Una mancha que en un principio debió ser del tamaño de una moneda y de un color verdoso. Con los años será azul y se irá obscureciendo hasta ser negra y grande. La mancha como cualquier otra cosa, tendrá algún sentido, un significado: ser inmortal. Y al imaginar la palabra “inmortal” tus labios, inventados en el espejo, sonríen. No vas a morir. Dedicarás tu vida al estudio, porque antes que nada querrás ser sabio. Trabajas durante algunos años, porque necesitas dinero, eso sí, pero sobre todo estará la ciencia. Te imaginas consejero de alguien importante, tal vez en algún palacio de gobierno. ¡Claro! sabrás la historia del mundo y no sólo eso, la habrás vivido. Así que pensándolo bien, no faltará quién te ofrezca todo con tal de que el mundo sepa que estás a su lado. Sí, sí, te imaginas como un jovenzuelo vivaz, llevando una vida de muchacho alegre sonriendo por las calles.
¡Pero momento! ¿A dónde estás llevando tu imaginación? Nadie te ha dicho que al ser inmortal serás eternamente joven. El que no mueras, no significa que no envejecerás. ¡No señor! A los treinta serás víctima de una melancolía que se irá acentuando a medida que pasa el tiempo. Las personas que te rodean, tan sólo durarán algunos años. ¿Para qué construir algo con ellas? ¿Para qué amarlas si sólo te traerán sufrimiento? La idea de la inmortalidad te irá volviendo egoísta. No tendrás amistad alguna, ni amor. A los setenta, comenzarás a sentirte débil, y en unos años más enfermo. Serás víctima de todo mal y no tendrán fin, porque a pesar su crudeza, te mantendrás vivo. Imagina la carga que serás para tus hijos, para tus nietos, y los nietos de tus nietos. Un lastre que perseguirá por todos los siglos a tu descendencia. Imagina el rencor que sientes por los jóvenes y la envidia que te provoca la muerte de los viejos.
Bueno, bueno, ya no imagines más.
Acércate al espejo y observa tu rostro lleno de vida. Ahí se asoma tu muerte. Respira aliviado. La mancha no existe. La soñaste en un viaje a Luggnagg; la leíste en un libro de Swift. Lo único que existe, si acaso, son algunas arrugas, algunas canas, o tal vez un brillo en los ojos y una sonrisa que te excluye definitivamente de la vida eterna.
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