martes, 17 de julio de 2007

Delirio de Luna Llena

Traté de darte un beso y aunque mis ganas aumentaron tras un frustrado intento no estuve dispuesto a sacrificar ni un minuto más. Me despedí y me fui, lamentando lo tarde que era y contando las horas de sueño que me quedaban. También tenía hambre, me quedé con ganas de probar la caja de chocolates que te había llevado. A mi llegada los colocaste sobre tu mesa de noche y no te acordarte más de ellos.

No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo, en el inmediato, suave intento que me hizo salir de ahí. Después sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave y no sentí cansancio alguno.
En tu terraza pude verte a través de la ventana y me detuve por largo rato, hipnotizado por el efecto de la luna llena que fue acariciando con su luz tu cuerpo tendido en la cama. Interno en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca que se deslizaba con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mi un irrefrenable deseo.
En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé de golpe el cristal de tu ventana y sorprendido tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada de eso me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume que enredas entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.
De pronto un barnizado selénico me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, porqué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.

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